Argentina: el macrismo y sus límites
Atilio Boron 24 de agosto de 2017
Luego de las PASO ha ganado fuerza una discusión sobre lo que es y lo que representa el macrismo. En buena hora, porque sin conocer al adversario es imposible derrotarlo. Y, por añadidura, lo mismo acontecerá si quien pretende oponerse a sus designios y desea enfrentarlo no se conoce a sí mismo. Pero ahora nos interesa más internarnos en lo primero que en lo segundo, tarea que dejaremos para una próxima ocasión.
Una nota de cautela
Tengo la convicción que muchos análisis sobre el macrismo parten de una visión sesgada de lo ocurrido en las PASO. Se ha vuelto un lugar común, inclusive entre quienes critican a la derecha, hablar de una “gran victoria”, o de un “triunfo contundente” de Cambiemos, revelando más una suerte de contagio de la euforia montada por esa fuerza política la noche del domingo que un análisis riguroso de la realidad. Los datos que arrojan las primarias para elegir los candidatos a diputados en los 24 distritos del país establecen que el macrismo se alzó con el 35,9% de los votos contra 21% del kirchnerismo y 15,2% del peronismo no kirchnerista. Por supuesto que hay otros elementos que refuerzan el mensaje de las cifras, como las importantes victorias obtenidas en bastiones del peronismo (Entre Ríos, La Pampa, Santa Cruz, San Luis) o en distritos gobernados por partidos provinciales de gran arraigo, como Corrientes y Neuquén. Sin duda, un desempeño muy positivo pero que no alcanza para fundamentar calificaciones como las que señaláramos más arriba. Sin ir más lejos, en las elecciones legislativas de 2013, el FPV obtuvo el 33,6% de los votos y a nadie se le ocurrió hablar, que yo sepa, de una victoria apabullante. De hecho, como se comprobará en el siguiente cuadro, el desempeño de Cambiemos en las PASO es, en términos porcentuales, inferior al obtenido por Alfonsín, Menem y Kirchner en 1986, 1991 y 2005 respectivamente, inferior al del PJ cuando era opositor a De la Rúa en el 2003 y muy similar al obtenido por Cristina Fernández de Kirchner en el 2013, aunque superior al que la presidenta obtuviera en el 2009, tras los fragores del conflicto por la 125. En otras palabras, la de Cambiemos es una elección que en términos generales está por debajo del promedio aunque no es de las peores. Sin embargo, fue celebrada, por propios y ajenos, como si hubiera sido un éxito extraordinario.[1] Misterios de la posverdad, seguramente… Los resultados se sintetizan en el siguiente cuadro:
Una nota de cautela
Tengo la convicción que muchos análisis sobre el macrismo parten de una visión sesgada de lo ocurrido en las PASO. Se ha vuelto un lugar común, inclusive entre quienes critican a la derecha, hablar de una “gran victoria”, o de un “triunfo contundente” de Cambiemos, revelando más una suerte de contagio de la euforia montada por esa fuerza política la noche del domingo que un análisis riguroso de la realidad. Los datos que arrojan las primarias para elegir los candidatos a diputados en los 24 distritos del país establecen que el macrismo se alzó con el 35,9% de los votos contra 21% del kirchnerismo y 15,2% del peronismo no kirchnerista. Por supuesto que hay otros elementos que refuerzan el mensaje de las cifras, como las importantes victorias obtenidas en bastiones del peronismo (Entre Ríos, La Pampa, Santa Cruz, San Luis) o en distritos gobernados por partidos provinciales de gran arraigo, como Corrientes y Neuquén. Sin duda, un desempeño muy positivo pero que no alcanza para fundamentar calificaciones como las que señaláramos más arriba. Sin ir más lejos, en las elecciones legislativas de 2013, el FPV obtuvo el 33,6% de los votos y a nadie se le ocurrió hablar, que yo sepa, de una victoria apabullante. De hecho, como se comprobará en el siguiente cuadro, el desempeño de Cambiemos en las PASO es, en términos porcentuales, inferior al obtenido por Alfonsín, Menem y Kirchner en 1986, 1991 y 2005 respectivamente, inferior al del PJ cuando era opositor a De la Rúa en el 2003 y muy similar al obtenido por Cristina Fernández de Kirchner en el 2013, aunque superior al que la presidenta obtuviera en el 2009, tras los fragores del conflicto por la 125. En otras palabras, la de Cambiemos es una elección que en términos generales está por debajo del promedio aunque no es de las peores. Sin embargo, fue celebrada, por propios y ajenos, como si hubiera sido un éxito extraordinario.[1] Misterios de la posverdad, seguramente… Los resultados se sintetizan en el siguiente cuadro:
Presidente Año elección Ganador Porcentaje
legislativa de votos
Alfonsín 1985 UCR 42,3
Menem 1991 PJ 40,2
De la Rúa 2001 PJ 36,7
Kirchner 2005 FPV 41,6
CFK 2009 FPV 30,6
CFK 2013 FPV 33,6
Macri 2017 * Cambiemos 35,9
* Cifra del escrutinio provisional de las PASO, no estrictamente comparables con las demás.
Lo anterior no le resta méritos a la victoria de Cambiemos pero redimensiona su importancia. Hay que tener en cuenta que, probablemente, sus guarismos se modifiquen a la baja una vez que se conozcan los escrutinios definitivos de la provincia de Buenos Aires y en menor medida de Santa Fe. El triunfalismo de los diagnósticos predominantes contrasta llamativamente con la sobriedad de uno de los intelectuales orgánicos de la derecha argentina. Para Rosendo Fraga, pues de él estamos hablando, estas primarias “han dejado un resultado confuso, tanto en lo electoral como en lo político. En la suma nacional de votos –que nunca se presentó oficialmente–, Cambiemos habría obtenido aproximadamente el 35%. Es la primera fuerza política en el ámbito nacional, pero más por la dispersión de la oposición que por un apoyo mayoritario”.[1] A lo anterior se suma el hecho, también observado por Fraga, de que si bien el oficialismo aumentaría el número de sus senadores y diputados en caso alguno llegaría a la mayoría en ninguna de las dos cámaras. Primera conclusión: está bien reconocer los aciertos del adversario, pero está mal acrecentarlos y hacerlos aparecer como más de lo que son. Se impone, por lo tanto, mayor parsimonia a la hora de comentar los resultados de las PASO.
Menemismo y macrismo
La segunda cuestión tiene que ver con algunos paralelismos que por momentos se insinúan entre el menemismo y el macrismo. Ciertamente que hay un telón de fondo que les es común. Ambos representan variantes de una reacción neoliberal ante los “excesos” del estatismo, en el caso de Menem o del populismo en el caso de Macri, pero las diferencias no son para nada insignificantes. Brevitatis causae, diría que hay cinco que conviene subrayar. Primero, Menem se apoyaba en un partido político, el PJ, que tenía una abrumadora presencia nacional y un gran respaldo popular anclado en las conquistas históricas del primer peronismo. Macri, en cambio, se apoya en Cambiemos, una heteróclita y sumamente volátil alianza de fuerzas políticas de derecha (y algunas de centro) que si bien al día de hoy es la única con presencia en los veinticuatro distritos del país está muy lejos de ofrecer la firme apoyatura que en los noventa el PJ le aportó a Menem. Puedo equivocarme pero tengo la convicción de que Cambiemos representa más que nada un pasajero estado de ánimo, un cierto humor social “formateado” por la oligarquía mediática, que todavía está lejos de ser una construcción política sólida que pueda desembocar en la creación de un gran partido de derecha. El tiempo dirá si esta hipótesis se confirma o es refutada por el devenir de nuestra vida política. Pero, y esta es la segunda consideración, Macri en cambio tiene a su favor algo que Menem jamás tuvo: un formidable blindaje mediático que le ofrecen los medios más concentrados del país y que cuentan con una capacidad de penetración y de manipulación de las conciencias que ni remotamente existía hace un cuarto de siglo. La debilidad de la construcción partidaria de la derecha es reemplazada, por ahora, con la fortaleza de un aparato de medios de comunicación que, tal como lo anticipara Gramsci, puede en ciertas ocasiones y por un tiempo determinado actuar como el “príncipe colectivo” o, como decía Engels, como el “capitalista colectivo ideal”. Pero es una situación que difícilmente perdure en el tiempo y denota una indisimulable fragilidad política que Menem no tenía y que le permitió detentar el poder durante diez años y medio. Tercero, las políticas del menemismo coincidían con las tendencias dominantes en Estados Unidos y en el capitalismo global. Eran los tiempos del apogeo del Consenso de Washington cuando para ganar elecciones había que hacer pública profesión de fe neoliberal, como además de Menem en 1995 lo hicieran Salinas de Gortari en México, Fernando H. Cardoso en Brasil, Alberto Fujimori en Perú y Patricio Aylwin, Eduardo Frei hijo y Ricardo Lagos en Chile. Pero ese paradigma de política económica hoy ha caído en desgracia con el ascenso de Donald Trump a la Casa Blanca y el neoliberalismo que permea todo el “equipo” de Macri da la sensación de ser anacrónico en más de un sentido.[2] Cuarto, Menem pudo implementar su proyecto sin tener que vérselas con una significativa oposición. Tanto es así que luego de seis años de privatizaciones, desregulaciones, desindustrialización y rápido aumento de la pobreza fue reelecto en 1995 con el 49,9% de los votos, y que la primera gran protesta popular contra sus políticas tuvo lugar en Cutral-Có en 1996, ¡siete años después de iniciado su programa económico! La razón es fácil de comprender: Menem llega a la Casa Rosada luego de la devastación producida por la hiperinflación de 1989 y la tremenda crisis económica que destruyó empleos, reconcentró el ingreso y borró del mapa a infinidad de pequeñas y medianas empresas. Es decir, inicia su mandato una vez consumada una enorme derrota de las clases y capas subalternas. Macri encuentra una economía con muchos problemas –inflación, déficit fiscal, estancamiento económico– pero con una población cuyas condiciones de existencia habían mejorado (en algún caso sensiblemente), empoderada por una conjunto de nuevos derechos económicos, sociales y culturales y en donde el movimiento popular conserva todavía una capacidad de respuesta con la que Menem nunca tuvo que lidiar.[3] Por eso a los pocos meses de iniciado su mandato, Macri se enfrentó a un cúmulo de protestas –si bien desarticuladas y sin contar con el apoyo de los organizaciones gremiales tradicionales– que han ido subiendo de tono a medida que los efectos de sus políticas de “eutanasia de los pobres y los viejos” y el cierre de oportunidades para los jóvenes se sienten cada vez con mayor intensidad. Quinto y último, Menem pudo hacer y deshacer casi a voluntad durante sus años en la Casa Rosada porque a lo anterior sumaba su abyecta sumisión al imperialismo norteamericano, que le ofrecía un “paraguas protector” que Macri no tiene porque Estados Unidos ya no está en condiciones de ofrecer.[4] Si en los noventa ese país experimentaba un auge sin precedentes con la desintegración de la Unión Soviética y su victoria en la Guerra Fría, quedando como la única superpotencia del planeta e ilusionándose con que el siglo veintiuno sería “el siglo americano”, la época actual está marcada por el inocultable comienzo de un proceso de declinación –reconocido por autores tan diversos como Zbigniew Brzezinski, Noam Chomsky, Chalmers Johnson y Tom Engelghardt entre muchos otros– merced a lo cual la otrora inexpugnable “superioridad americana” ya es cosa del pasado. Macri se enfrenta a un mundo mucho más complejo y amenazante que el de los noventa y en donde la redistribución del poder mundial y la emergencia de nuevos centros de poder económico, político y miliar (China, Rusia, India, entre otros) y el debilitamiento de Europa hacen que aun con el ferviente apoyo de Washington la viabilidad de sus políticas esté marcada por la incertidumbre.
La construcción de una nueva hegemonía
De todo lo anterior brota una tercera consideración, relacionada con la construcción de una duradera hegemonía macrista o de derecha en la política argentina. Son muchos los observadores y analistas que auguran su futura concreción, pero la realidad aconseja ser muy cautelosos con estos pronósticos. Primero, porque la hegemonía, como decía Gramsci, “nace de la fábrica” o, si se quiere, del éxito de un modelo económico. El que está intentando poner en marcha Macri es tan incoherente y contradictorio que difícilmente podría ser el fundamento de una construcción hegemónica perdurable. Además, al cabo de más de un año y medio sus resultados han sido decepcionantes, por decirlo con diplomacia. Miguel Ángel Broda, uno de los más connotados “gurúes” de la City porteña, fue lapidario cuando sentenció, pocos meses atrás: “Acá no hay plan A ni plan B, esto es insostenible en el largo plazo”.[5] El equipo económico es cualquier cosa menos un conjunto armonioso en donde todos tiran en la misma dirección. La improvisación y los disparates están a la orden del día: desde un endeudamiento a cien años, que constituye una brutal e irresponsable estafa intergeneracional perpetrada precisamente por la ausencia de un plan, hasta las alucinantes declaraciones del ministro de Hacienda asegurando veinte años de prosperidad para la Argentina, algo que ningún colega suyo en Noruega, Finlandia o Nueva Zelanda se atrevería a profetizar, mucho menos en Estados Unidos u otros países europeos. Afirmaciones absurdas como esta, sobre todo en un país tan inestable e imprevisible como la Argentina, dan la pauta de que estamos en manos de una ceocracia que ignora por completo el carácter inherentemente cíclico de las economías capitalistas, para ni hablar de las teorías que explican su peculiar comportamiento. En segundo lugar, la construcción de una nueva hegemonía supone la capacidad del grupo dirigente de ofrecer una “dirección intelectual y moral” al resto de la sociedad, y la derecha no puede asegurar ni la una ni la otra. Además, quien tenga pretensiones hegemónicas –cosa bien diferente de tener “capacidad hegemónica”- tiene que estar dispuesto a hacer concesiones significativas a las clases y capas subalternas en aras del bienestar colectivo para que el aspirante a hegemón pueda ser visto, otra vez con Gramsci, “como la vanguardia de las energías nacionales”. El macrismo en cambio aparece como la vanguardia de los intereses de las grandes corporaciones cuyos representantes han colonizado, bajo el gobierno de Cambiemos, las alturas del aparato estatal.
¿Una derecha democrática y republicana?
Una impostergable reflexión, la cuarta, debe necesariamente someter a escrutinio el supuesto democratismo y la adhesión a los valores republicanos de la derecha argentina. Digamos de entrada que la derecha, desde la Revolución Francesa hasta hoy, nunca fue democrática, si es que la palabra democracia conserva aún algún sentido. Ni en Europa ni en Estados Unidos, y mucho menos en América Latina. Es preciso distinguir liberalismo de democracia. La derecha abrazó al primero, luego de una larga batalla contra los bastiones del orden conservador, pero jamás adhirió a la democracia. Sus grandes teóricos lo fueron del liberalismo, no de la democracia. Esta se fue construyendo a pesar –y no con el favor– de la derecha, en una lucha centenaria signada por periódicas regresiones autoritarias –los fascismos europeos, por ejemplo– y, en la periferia del sistema capitalista, por frecuentes baños de sangre y feroces dictaduras. Los sujetos de la democracia fueron las clases y sectores populares, comenzando por las capas medias a mediados del siglo XIX y siguiendo por las distintas fracciones y estratos del universo popular: los obreros fabriles, los campesinos, el “pobretariado” urbano (Frei Betto), las mujeres y, en algunos países, los jóvenes y los pueblos originarios. Estas tentativas fueron implacablemente combatidas por la derecha, ilegalizando a sus principales actores; reforzando los aparatos coercitivos del estado; sancionando legislaciones represivas; desterrando, encarcelando o asesinando sus líderes y provocando golpes de estado cada vez que la “amenaza democrática” aparecía incontenible. Todo esto, además, haciendo gala de un racismo, una xenofobia, una homofobia incompatibles con el espíritu democrático. La historia argentina es pródiga en ejemplos de todo esto.
El padre fundador del neoliberalismo, Friedrich von Hayek, decía que el libre mercado era una necesidad y la democracia una conveniencia, aceptable siempre y cuando no interfiriese con el primero. Las burguesías de todo el mundo aceptaron a regañadientes los avances de la democracia bajo dos condiciones: uno, cada vez que la correlación de fuerzas se inclinaba decisivamente hacia el campo popular –y en este sentido la sola presencia de la Revolución Rusa fue decisiva para el avance de ese proceso en Europa y, más indirectamente, en el Tercer Mundo; y, dos, cuando la democracia fue vaciada de su contenido radical sintetizado en la célebre fórmula de Abraham Lincoln: “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” y reemplazada por otra que asimila la democracia al “gobierno de los mercados, por los mercados y para los mercados”. Creer que la derecha se ha convertido en un actor democrático porque, en un alarde de oportunismo demagógico, ahora se ha maquillado y suavizado su discurso es una peligrosa ilusión[6]. Su dominio antidemocrático se ha perfeccionado con lo que Noam Chomsky denomina “estrategias de manipulación mediática”, es decir, el imperio de la “posverdad” en sus medios y en su discurso. Como bien recuerda María Pía López, al macrismo es post-democrático: “puede encarcelar sin ley, echar jueces con la argucia de demorar un acto de asunción, omitir votos, suspender conteos” y, agregaríamos nosotros, criminalizar la protesta social.[7]
Pero la derecha tampoco es republicana, pese a que se ufana día a día en proclamar su republicanismo discursivo que no resiste la prueba de los hechos. Desde el intento de designar a dos jueces de la Corte Suprema por decreto hasta el desconocimiento de la resolución de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos exigiendo la liberación de Milagro Sala pasando por la “picardía” de suspender al Camarista Eduardo Freiler con una trampa leguleya y administrativa (que si se hubiera hecho durante el kirchnerismo las denuncias y la gritería de los custodios de la república habrían sido escuchadas hasta en Júpiter) hasta el vicioso ataque en contra de la Procuradora Alejandra Gils Carbó y la inacción estatal ante la desaparición de Santiago Maldonado a manos de las fuerzas represivas del estado hablan de un republicanismo “para la tribuna”, de labios para afuera y de más que dudosa credibilidad.[8] Si a esto le agregamos la involución neocolonial de un gobierno que en el flanco internacional ha cedido posiciones en todos los frentes, desde Malvinas hasta la Unasur, pasando por todas las instancias intermedias como el abandono del proyecto ARSAT III, su gris desempeño en el G20 y su triste papel como mandadero de Washington para hostigar a Venezuela, comprobaremos la “insoportable levedad” de su democratismo y su republicanismo. Sobre todo si como lo ha hecho el gobierno de Macri se asumen como propias la agenda exterior, las prioridades y los intereses de Estados Unidos, en desmedro de nuestra viabilidad como nación soberana y dueña de su destino. Y esto es suficiente para desechar cualquier pretensión de la derecha de embanderarse con la democracia porque esta tiene como condición sine qua non la soberanía popular, que se convierte en una piadosa ficción ante la ausencia de soberanía nacional. Y si hay algo a lo que el macrismo y toda la derecha argentina han renunciado es a preservar un mínimo de autodeterminación nacional en aras de forjar una nueva “relación carnal” con el veleidoso emperador que tiene al mundo en vilo. Por lo tanto, esa derecha no puede ser democrática, por más que su fachada y sus rituales se esfuercen por dar la impresión contraria. Y tampoco es genuinamente republicana.
Conclusión
Esta es la fisonomía sociopolítica del macrismo, un régimen que descansa más en la productividad política de los poderes fácticos que en las instituciones de la democracia. Estos también son sus límites. Contener la arremetida de la derecha y frustrar sus planes no será tarea sencilla. Requerirá una enorme acumulación de poder popular, de voluntades plebeyas que se sumen a un proyecto de recuperación democrática y nacional que sólo podrá ser exitoso si se construye “desde abajo” y democráticamente hasta en sus menores detalles. No sólo eso: también deberá efectuarse un ejercicio autocrítico que establezca un balance realista de los aciertos y desaciertos del kirchnerismo, para profundizar lo que se hizo bien, corregir lo que se hizo mal y hacer lo que no se hizo (por ejemplo, una reforma tributaria o la nacionalización del comercio exterior, entre otras iniciativas). Deberán asimismo forjarse nuevas estructuras organizativas del campo popular sin ninguna clase de hegemonismos puesto que de la derrota del 2015 nadie salió indemne. Además, deberá librarse una enérgica batalla de ideas para contrarrestar los efectos narcotizantes de la oligarquía mediática puesta al servicio de la restauración conservadora. Sólo esto nos permitirá encarar las luchas que se avecinan con alguna perspectiva de éxito. No es hora de pesimismos. Aquí conviene recordar una vez más la fórmula gramsciana: “pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad.” Y recordar también que no es la primera vez que el pueblo argentino desbarata los planes de sus opresores.
Menemismo y macrismo
La segunda cuestión tiene que ver con algunos paralelismos que por momentos se insinúan entre el menemismo y el macrismo. Ciertamente que hay un telón de fondo que les es común. Ambos representan variantes de una reacción neoliberal ante los “excesos” del estatismo, en el caso de Menem o del populismo en el caso de Macri, pero las diferencias no son para nada insignificantes. Brevitatis causae, diría que hay cinco que conviene subrayar. Primero, Menem se apoyaba en un partido político, el PJ, que tenía una abrumadora presencia nacional y un gran respaldo popular anclado en las conquistas históricas del primer peronismo. Macri, en cambio, se apoya en Cambiemos, una heteróclita y sumamente volátil alianza de fuerzas políticas de derecha (y algunas de centro) que si bien al día de hoy es la única con presencia en los veinticuatro distritos del país está muy lejos de ofrecer la firme apoyatura que en los noventa el PJ le aportó a Menem. Puedo equivocarme pero tengo la convicción de que Cambiemos representa más que nada un pasajero estado de ánimo, un cierto humor social “formateado” por la oligarquía mediática, que todavía está lejos de ser una construcción política sólida que pueda desembocar en la creación de un gran partido de derecha. El tiempo dirá si esta hipótesis se confirma o es refutada por el devenir de nuestra vida política. Pero, y esta es la segunda consideración, Macri en cambio tiene a su favor algo que Menem jamás tuvo: un formidable blindaje mediático que le ofrecen los medios más concentrados del país y que cuentan con una capacidad de penetración y de manipulación de las conciencias que ni remotamente existía hace un cuarto de siglo. La debilidad de la construcción partidaria de la derecha es reemplazada, por ahora, con la fortaleza de un aparato de medios de comunicación que, tal como lo anticipara Gramsci, puede en ciertas ocasiones y por un tiempo determinado actuar como el “príncipe colectivo” o, como decía Engels, como el “capitalista colectivo ideal”. Pero es una situación que difícilmente perdure en el tiempo y denota una indisimulable fragilidad política que Menem no tenía y que le permitió detentar el poder durante diez años y medio. Tercero, las políticas del menemismo coincidían con las tendencias dominantes en Estados Unidos y en el capitalismo global. Eran los tiempos del apogeo del Consenso de Washington cuando para ganar elecciones había que hacer pública profesión de fe neoliberal, como además de Menem en 1995 lo hicieran Salinas de Gortari en México, Fernando H. Cardoso en Brasil, Alberto Fujimori en Perú y Patricio Aylwin, Eduardo Frei hijo y Ricardo Lagos en Chile. Pero ese paradigma de política económica hoy ha caído en desgracia con el ascenso de Donald Trump a la Casa Blanca y el neoliberalismo que permea todo el “equipo” de Macri da la sensación de ser anacrónico en más de un sentido.[2] Cuarto, Menem pudo implementar su proyecto sin tener que vérselas con una significativa oposición. Tanto es así que luego de seis años de privatizaciones, desregulaciones, desindustrialización y rápido aumento de la pobreza fue reelecto en 1995 con el 49,9% de los votos, y que la primera gran protesta popular contra sus políticas tuvo lugar en Cutral-Có en 1996, ¡siete años después de iniciado su programa económico! La razón es fácil de comprender: Menem llega a la Casa Rosada luego de la devastación producida por la hiperinflación de 1989 y la tremenda crisis económica que destruyó empleos, reconcentró el ingreso y borró del mapa a infinidad de pequeñas y medianas empresas. Es decir, inicia su mandato una vez consumada una enorme derrota de las clases y capas subalternas. Macri encuentra una economía con muchos problemas –inflación, déficit fiscal, estancamiento económico– pero con una población cuyas condiciones de existencia habían mejorado (en algún caso sensiblemente), empoderada por una conjunto de nuevos derechos económicos, sociales y culturales y en donde el movimiento popular conserva todavía una capacidad de respuesta con la que Menem nunca tuvo que lidiar.[3] Por eso a los pocos meses de iniciado su mandato, Macri se enfrentó a un cúmulo de protestas –si bien desarticuladas y sin contar con el apoyo de los organizaciones gremiales tradicionales– que han ido subiendo de tono a medida que los efectos de sus políticas de “eutanasia de los pobres y los viejos” y el cierre de oportunidades para los jóvenes se sienten cada vez con mayor intensidad. Quinto y último, Menem pudo hacer y deshacer casi a voluntad durante sus años en la Casa Rosada porque a lo anterior sumaba su abyecta sumisión al imperialismo norteamericano, que le ofrecía un “paraguas protector” que Macri no tiene porque Estados Unidos ya no está en condiciones de ofrecer.[4] Si en los noventa ese país experimentaba un auge sin precedentes con la desintegración de la Unión Soviética y su victoria en la Guerra Fría, quedando como la única superpotencia del planeta e ilusionándose con que el siglo veintiuno sería “el siglo americano”, la época actual está marcada por el inocultable comienzo de un proceso de declinación –reconocido por autores tan diversos como Zbigniew Brzezinski, Noam Chomsky, Chalmers Johnson y Tom Engelghardt entre muchos otros– merced a lo cual la otrora inexpugnable “superioridad americana” ya es cosa del pasado. Macri se enfrenta a un mundo mucho más complejo y amenazante que el de los noventa y en donde la redistribución del poder mundial y la emergencia de nuevos centros de poder económico, político y miliar (China, Rusia, India, entre otros) y el debilitamiento de Europa hacen que aun con el ferviente apoyo de Washington la viabilidad de sus políticas esté marcada por la incertidumbre.
La construcción de una nueva hegemonía
De todo lo anterior brota una tercera consideración, relacionada con la construcción de una duradera hegemonía macrista o de derecha en la política argentina. Son muchos los observadores y analistas que auguran su futura concreción, pero la realidad aconseja ser muy cautelosos con estos pronósticos. Primero, porque la hegemonía, como decía Gramsci, “nace de la fábrica” o, si se quiere, del éxito de un modelo económico. El que está intentando poner en marcha Macri es tan incoherente y contradictorio que difícilmente podría ser el fundamento de una construcción hegemónica perdurable. Además, al cabo de más de un año y medio sus resultados han sido decepcionantes, por decirlo con diplomacia. Miguel Ángel Broda, uno de los más connotados “gurúes” de la City porteña, fue lapidario cuando sentenció, pocos meses atrás: “Acá no hay plan A ni plan B, esto es insostenible en el largo plazo”.[5] El equipo económico es cualquier cosa menos un conjunto armonioso en donde todos tiran en la misma dirección. La improvisación y los disparates están a la orden del día: desde un endeudamiento a cien años, que constituye una brutal e irresponsable estafa intergeneracional perpetrada precisamente por la ausencia de un plan, hasta las alucinantes declaraciones del ministro de Hacienda asegurando veinte años de prosperidad para la Argentina, algo que ningún colega suyo en Noruega, Finlandia o Nueva Zelanda se atrevería a profetizar, mucho menos en Estados Unidos u otros países europeos. Afirmaciones absurdas como esta, sobre todo en un país tan inestable e imprevisible como la Argentina, dan la pauta de que estamos en manos de una ceocracia que ignora por completo el carácter inherentemente cíclico de las economías capitalistas, para ni hablar de las teorías que explican su peculiar comportamiento. En segundo lugar, la construcción de una nueva hegemonía supone la capacidad del grupo dirigente de ofrecer una “dirección intelectual y moral” al resto de la sociedad, y la derecha no puede asegurar ni la una ni la otra. Además, quien tenga pretensiones hegemónicas –cosa bien diferente de tener “capacidad hegemónica”- tiene que estar dispuesto a hacer concesiones significativas a las clases y capas subalternas en aras del bienestar colectivo para que el aspirante a hegemón pueda ser visto, otra vez con Gramsci, “como la vanguardia de las energías nacionales”. El macrismo en cambio aparece como la vanguardia de los intereses de las grandes corporaciones cuyos representantes han colonizado, bajo el gobierno de Cambiemos, las alturas del aparato estatal.
¿Una derecha democrática y republicana?
Una impostergable reflexión, la cuarta, debe necesariamente someter a escrutinio el supuesto democratismo y la adhesión a los valores republicanos de la derecha argentina. Digamos de entrada que la derecha, desde la Revolución Francesa hasta hoy, nunca fue democrática, si es que la palabra democracia conserva aún algún sentido. Ni en Europa ni en Estados Unidos, y mucho menos en América Latina. Es preciso distinguir liberalismo de democracia. La derecha abrazó al primero, luego de una larga batalla contra los bastiones del orden conservador, pero jamás adhirió a la democracia. Sus grandes teóricos lo fueron del liberalismo, no de la democracia. Esta se fue construyendo a pesar –y no con el favor– de la derecha, en una lucha centenaria signada por periódicas regresiones autoritarias –los fascismos europeos, por ejemplo– y, en la periferia del sistema capitalista, por frecuentes baños de sangre y feroces dictaduras. Los sujetos de la democracia fueron las clases y sectores populares, comenzando por las capas medias a mediados del siglo XIX y siguiendo por las distintas fracciones y estratos del universo popular: los obreros fabriles, los campesinos, el “pobretariado” urbano (Frei Betto), las mujeres y, en algunos países, los jóvenes y los pueblos originarios. Estas tentativas fueron implacablemente combatidas por la derecha, ilegalizando a sus principales actores; reforzando los aparatos coercitivos del estado; sancionando legislaciones represivas; desterrando, encarcelando o asesinando sus líderes y provocando golpes de estado cada vez que la “amenaza democrática” aparecía incontenible. Todo esto, además, haciendo gala de un racismo, una xenofobia, una homofobia incompatibles con el espíritu democrático. La historia argentina es pródiga en ejemplos de todo esto.
El padre fundador del neoliberalismo, Friedrich von Hayek, decía que el libre mercado era una necesidad y la democracia una conveniencia, aceptable siempre y cuando no interfiriese con el primero. Las burguesías de todo el mundo aceptaron a regañadientes los avances de la democracia bajo dos condiciones: uno, cada vez que la correlación de fuerzas se inclinaba decisivamente hacia el campo popular –y en este sentido la sola presencia de la Revolución Rusa fue decisiva para el avance de ese proceso en Europa y, más indirectamente, en el Tercer Mundo; y, dos, cuando la democracia fue vaciada de su contenido radical sintetizado en la célebre fórmula de Abraham Lincoln: “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” y reemplazada por otra que asimila la democracia al “gobierno de los mercados, por los mercados y para los mercados”. Creer que la derecha se ha convertido en un actor democrático porque, en un alarde de oportunismo demagógico, ahora se ha maquillado y suavizado su discurso es una peligrosa ilusión[6]. Su dominio antidemocrático se ha perfeccionado con lo que Noam Chomsky denomina “estrategias de manipulación mediática”, es decir, el imperio de la “posverdad” en sus medios y en su discurso. Como bien recuerda María Pía López, al macrismo es post-democrático: “puede encarcelar sin ley, echar jueces con la argucia de demorar un acto de asunción, omitir votos, suspender conteos” y, agregaríamos nosotros, criminalizar la protesta social.[7]
Pero la derecha tampoco es republicana, pese a que se ufana día a día en proclamar su republicanismo discursivo que no resiste la prueba de los hechos. Desde el intento de designar a dos jueces de la Corte Suprema por decreto hasta el desconocimiento de la resolución de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos exigiendo la liberación de Milagro Sala pasando por la “picardía” de suspender al Camarista Eduardo Freiler con una trampa leguleya y administrativa (que si se hubiera hecho durante el kirchnerismo las denuncias y la gritería de los custodios de la república habrían sido escuchadas hasta en Júpiter) hasta el vicioso ataque en contra de la Procuradora Alejandra Gils Carbó y la inacción estatal ante la desaparición de Santiago Maldonado a manos de las fuerzas represivas del estado hablan de un republicanismo “para la tribuna”, de labios para afuera y de más que dudosa credibilidad.[8] Si a esto le agregamos la involución neocolonial de un gobierno que en el flanco internacional ha cedido posiciones en todos los frentes, desde Malvinas hasta la Unasur, pasando por todas las instancias intermedias como el abandono del proyecto ARSAT III, su gris desempeño en el G20 y su triste papel como mandadero de Washington para hostigar a Venezuela, comprobaremos la “insoportable levedad” de su democratismo y su republicanismo. Sobre todo si como lo ha hecho el gobierno de Macri se asumen como propias la agenda exterior, las prioridades y los intereses de Estados Unidos, en desmedro de nuestra viabilidad como nación soberana y dueña de su destino. Y esto es suficiente para desechar cualquier pretensión de la derecha de embanderarse con la democracia porque esta tiene como condición sine qua non la soberanía popular, que se convierte en una piadosa ficción ante la ausencia de soberanía nacional. Y si hay algo a lo que el macrismo y toda la derecha argentina han renunciado es a preservar un mínimo de autodeterminación nacional en aras de forjar una nueva “relación carnal” con el veleidoso emperador que tiene al mundo en vilo. Por lo tanto, esa derecha no puede ser democrática, por más que su fachada y sus rituales se esfuercen por dar la impresión contraria. Y tampoco es genuinamente republicana.
Conclusión
Esta es la fisonomía sociopolítica del macrismo, un régimen que descansa más en la productividad política de los poderes fácticos que en las instituciones de la democracia. Estos también son sus límites. Contener la arremetida de la derecha y frustrar sus planes no será tarea sencilla. Requerirá una enorme acumulación de poder popular, de voluntades plebeyas que se sumen a un proyecto de recuperación democrática y nacional que sólo podrá ser exitoso si se construye “desde abajo” y democráticamente hasta en sus menores detalles. No sólo eso: también deberá efectuarse un ejercicio autocrítico que establezca un balance realista de los aciertos y desaciertos del kirchnerismo, para profundizar lo que se hizo bien, corregir lo que se hizo mal y hacer lo que no se hizo (por ejemplo, una reforma tributaria o la nacionalización del comercio exterior, entre otras iniciativas). Deberán asimismo forjarse nuevas estructuras organizativas del campo popular sin ninguna clase de hegemonismos puesto que de la derrota del 2015 nadie salió indemne. Además, deberá librarse una enérgica batalla de ideas para contrarrestar los efectos narcotizantes de la oligarquía mediática puesta al servicio de la restauración conservadora. Sólo esto nos permitirá encarar las luchas que se avecinan con alguna perspectiva de éxito. No es hora de pesimismos. Aquí conviene recordar una vez más la fórmula gramsciana: “pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad.” Y recordar también que no es la primera vez que el pueblo argentino desbarata los planes de sus opresores.
[1] No son estrictamente de “medio término” pues dado que el mandato presidencial hasta la reforma constitucional de 1994 era de seis años, Alfonsín y Menem tuvieron dos elecciones de diputados nacionales. A partir de 1995 sólo una.
[2] Un ejemplo: luego de la tan promocionada visita del vicepresidente de EEUU Mike Pence, el gobierno de Donald Trump, un “amigo” del presidente Mauricio Macri, impuso fuertes aranceles a la exportación argentina de biodiesel que prácticamente la sacaron del mercado estadounidense. Ver http://www.lanacion.com.ar/2055674-eeuu-impuso-fuertes-aranceles-y-dejo-al-biodiesel-argentino-fuera-del-mercado
[3] Lo cual no quita que pese a las políticas sociales puestas en marcha por CFK no se hubiera podido reducir significativamente un núcleo duro de pobreza que oscilaba en torno al 30% de la población y que fue el destinatario principal de las activas políticas de promoción social aplicadas en aquellos años. Este sector no salió de la pobreza pero al menos fue beneficiado por numerosas políticas compensatorias que hoy están siendo poco a poco recortadas, aunque el gobierno sabe muy bien que si se excede en su afán ajustador puede provocar una reacción popular imposible de controlar. Hay que comprender que aun dentro del oficialismo hay un sector que entiende los riesgos que entraña un recorte salvaje a las políticas sociales mientras que otro, arraigado en el gabinete económico, sostiene en línea con los teóricos del neoliberalismo, que el trabajo no es un derecho sino un privilegio que muchos no merecen disfrutar. Esto está en concordancia con una reflexión que periódicamente aparece en Estados Unidos acerca del pobre que merece ayuda del gobierno y el que no (el undeserving poor ), que lo es por su holgazanería, su vida disipada y sus vicios. El supuesto, obvio, es que la pobreza no es el resultado natural de la economía capitalista sino el reflejo de la constelación de actitudes, creencias y valores de los individuos. Eso es lo que los salva o los condena, no el sistema.
[4] Esta es una metáfora utilizada por Joseph Schumpeter para referirse a la protección que la aristocracia inglesa le ofrecía a la burguesía en su fase de ascenso a cambio de conservar sus privilegios y su control de la Cámara de los Lores en el Parlamento británico.
[5] http://www.infobae.com/economia/2017/04/18/miguel-angel-broda-un-modelo-economico-como-el-actual-no-es-estable/
No muy diferente es la opinión de otro de los economistas de consulta obligada de los capitalistas argentinos, José Luis Espert, tal como se refleja en sus numerosas intervenciones públicas a través de la prensa, la radio y la televisión.
[6] El texto de José Natanson, que tuvo el mérito de abrir este debate y formular algunas atinadas observaciones, plantea de manera radical la tesis del carácter democrático de la derecha. Ver su “El macrismo no es un golpe de suerte”, en Página/12, 17 de agosto de 2017. Disponible en:
https://www.pagina12.com.ar/56997-el-macrismo-no-es-un-golpe-de-suerte Un aporte fundamental para analizar este tema se encuentra en la obra de Ellen Meiksins Wood, Democracia contra capitalismo. La renovación del materialismo histórico (México DF: Siglo XXI, 2000). Un par de libros de nuestra autoría se encuentran en la misma línea: Estado, capitalismo y democracia en América Latina (Buenos Aires: CLACSO, 2003) y Tras el Búho de Minerva. Mercado contra democracia en el capitalismo contemporáneo (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000), ambos disponibles para descarga gratuita en diversos sitios de internet.
[7] “Qué hay de nuevo, viejo?”, en Página/12, 21 de agosto 2017, https://www.pagina12.com.ar/57928-un-nuevo-proyecto-hegemonico
[8] Ver el análisis de este tema en el libro de Ezequiel Adamovsky, El cambio y la impostura. La derrota del kirchnerismo, Macri y la ilusión PRO (Buenos Aires: Planeta, 2017) pp. 19-63.
[2] Un ejemplo: luego de la tan promocionada visita del vicepresidente de EEUU Mike Pence, el gobierno de Donald Trump, un “amigo” del presidente Mauricio Macri, impuso fuertes aranceles a la exportación argentina de biodiesel que prácticamente la sacaron del mercado estadounidense. Ver http://www.lanacion.com.ar/2055674-eeuu-impuso-fuertes-aranceles-y-dejo-al-biodiesel-argentino-fuera-del-mercado
[3] Lo cual no quita que pese a las políticas sociales puestas en marcha por CFK no se hubiera podido reducir significativamente un núcleo duro de pobreza que oscilaba en torno al 30% de la población y que fue el destinatario principal de las activas políticas de promoción social aplicadas en aquellos años. Este sector no salió de la pobreza pero al menos fue beneficiado por numerosas políticas compensatorias que hoy están siendo poco a poco recortadas, aunque el gobierno sabe muy bien que si se excede en su afán ajustador puede provocar una reacción popular imposible de controlar. Hay que comprender que aun dentro del oficialismo hay un sector que entiende los riesgos que entraña un recorte salvaje a las políticas sociales mientras que otro, arraigado en el gabinete económico, sostiene en línea con los teóricos del neoliberalismo, que el trabajo no es un derecho sino un privilegio que muchos no merecen disfrutar. Esto está en concordancia con una reflexión que periódicamente aparece en Estados Unidos acerca del pobre que merece ayuda del gobierno y el que no (el undeserving poor ), que lo es por su holgazanería, su vida disipada y sus vicios. El supuesto, obvio, es que la pobreza no es el resultado natural de la economía capitalista sino el reflejo de la constelación de actitudes, creencias y valores de los individuos. Eso es lo que los salva o los condena, no el sistema.
[4] Esta es una metáfora utilizada por Joseph Schumpeter para referirse a la protección que la aristocracia inglesa le ofrecía a la burguesía en su fase de ascenso a cambio de conservar sus privilegios y su control de la Cámara de los Lores en el Parlamento británico.
[5] http://www.infobae.com/economia/2017/04/18/miguel-angel-broda-un-modelo-economico-como-el-actual-no-es-estable/
No muy diferente es la opinión de otro de los economistas de consulta obligada de los capitalistas argentinos, José Luis Espert, tal como se refleja en sus numerosas intervenciones públicas a través de la prensa, la radio y la televisión.
[6] El texto de José Natanson, que tuvo el mérito de abrir este debate y formular algunas atinadas observaciones, plantea de manera radical la tesis del carácter democrático de la derecha. Ver su “El macrismo no es un golpe de suerte”, en Página/12, 17 de agosto de 2017. Disponible en:
https://www.pagina12.com.ar/56997-el-macrismo-no-es-un-golpe-de-suerte Un aporte fundamental para analizar este tema se encuentra en la obra de Ellen Meiksins Wood, Democracia contra capitalismo. La renovación del materialismo histórico (México DF: Siglo XXI, 2000). Un par de libros de nuestra autoría se encuentran en la misma línea: Estado, capitalismo y democracia en América Latina (Buenos Aires: CLACSO, 2003) y Tras el Búho de Minerva. Mercado contra democracia en el capitalismo contemporáneo (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000), ambos disponibles para descarga gratuita en diversos sitios de internet.
[7] “Qué hay de nuevo, viejo?”, en Página/12, 21 de agosto 2017, https://www.pagina12.com.ar/57928-un-nuevo-proyecto-hegemonico
[8] Ver el análisis de este tema en el libro de Ezequiel Adamovsky, El cambio y la impostura. La derrota del kirchnerismo, Macri y la ilusión PRO (Buenos Aires: Planeta, 2017) pp. 19-63.