Carta abierta a Oswaldo Hutado
Primicias Santiago Roldós 23 de noviembre de 2019
Oswaldo: Acabo de leer, en el libro sobre usted editado por la UDLA, las páginas que dedica a las muertes de mi padre, el entonces presidente Jaime Roldós; mi madre, Martha Bucaram; y las demás personas de la comitiva que viajaban en el vuelo del 24 de mayo de 1981.
Me gustaría agradecer el que, por primera vez en 38 años, se diese un tiempo algo más que burocrático para abordar un hecho histórico de tal relevancia. Lamentablemente no puedo.
Siempre me he resistido a siquiera contemplar la teoría de su complicidad o conocimiento de un posible magnicidio, atribuyendo a su equivocado entendimiento de la gobernabilidad, y a la fragilidad de nuestra recién renacida democracia, su dejación e irresponsabilidad administrativa, personal y política a la hora de jamás haber ordenado ni exigido una investigación realmente minuciosa de los hechos.
Pero tras leer sus recientes páginas me he quedado congelado.
No voy a comentar ahora sus medias verdades en asuntos clave de los informes de la Junta de Investigación de Accidentes, poseedora del récord de “investigación” más breve en la historia de la aeronáutica; y de la Policía de Zúrich, que dejó abierta por completo la posibilidad de un sabotaje, contrariamente a lo que usted afirma y manipula.
Lo que me asombra y hiere, como deudo jamás reparado, como ciudadano y como ser humano, es su necesidad de ir hasta el ataque contra la dignidad de una persona muerta, incapaz de defenderse.
Sé que para usted ha sido sumamente difícil lidiar con la carga popular de su antecesor y con la forma en la cual usted llegó a la presidencia: no se habían cumplido siete meses de la muerte de mi padre para que empezara a difamar su comportamiento en los medios de comunicación.
No creo que los personajes históricos sean intocables, algunos de mis pensadores y artistas favoritos son verdaderos iconoclastas. Pero minar al otro exige gran capacidad autocrítica y complejizar el contexto. Nada de eso existe en sus páginas, donde incluso rebaja el protagonismo del Ecuador presidido por Jaime Roldós en la defensa de los derechos humanos a nivel regional y mundial.
Yo, que he visitado el Memorial Haroldo Conti en Buenos Aires, erigido en el mismo centro de asesinatos y torturas donde su Ministro de Defensa, Raúl Sorroza, fue condecorado por la dictadura de ese país mientras mi padre, efectivamente, se jugaba la vida en la OEA, buscando defender no sólo principios, sino a madres, padres, hijos e hijas de carne y hueso, no puedo transmitirle el grado de ofensa cometido por usted contra todas nosotras, banalizando la historia de Sorroza, reduciéndola a anécdotas y chismes sin sostén.
Tal vez no sea popular decirlo: yo no estoy seguro de que mi madre, mi padre y su comitiva fueran asesinados. Estoy seguro de que el Ecuador y sus gobiernos no saben o no han querido saber qué pasó en realidad.
Y con la misma franqueza y similar gracejo al de su novelización, le pregunto: ¿de verdad no le cabe la menor duda de nada? Y si es así, ¿por qué su necesidad de aludir a la “irresponsable” tendencia de mi padre al peligro? ¿Lo propio de un estadista de su supuesta dimensión, en lugar de endilgar a otro una suerte de suicidio involuntario o premeditado, no consistía en adoptar cierto grado de reserva y decoro? Cuestiones que usted administra según su conveniencia.
Es público y notorio que Jaime Roldós era temerario. Algunos de sus colaboradores se han preguntado si en su enfrentamiento a lo que luego sabríamos llamar Plan Cóndor no se les había “pasado la mano”. Supongo que cosas parecidas, en distintas dimensiones, podrían decirse de Mandela, Gandhi o Allende, o del retorno de Alfaro, decidido aún a sabiendas de la traición que se fraguaba.
Lo que no es de recibo, en ningún tipo de lógica, es que el carácter personal o el perfil político de un líder eximan a las autoridades de investigar de verdad, a menos que ese carácter y ese vuelo delicado sean parte de algún tipo de coartada.
Lamento que el documental “La muerte de Jaime Roldós” fuera tan duro golpe para su prestigio, dentro y fuera del Ecuador, y para su autoestima: puedo imaginar cuán difícil le habrá sido conciliar el sueño después de verlo. Pero en dicha investigación no se apuntaba a su participación criminal, lo que se evidenciaba era su indolencia e inconsecuencia histórica y política. Me temo que usted, con su propia pluma y boca, ha ido más lejos.
Me gustaría agradecer el que, por primera vez en 38 años, se diese un tiempo algo más que burocrático para abordar un hecho histórico de tal relevancia. Lamentablemente no puedo.
Siempre me he resistido a siquiera contemplar la teoría de su complicidad o conocimiento de un posible magnicidio, atribuyendo a su equivocado entendimiento de la gobernabilidad, y a la fragilidad de nuestra recién renacida democracia, su dejación e irresponsabilidad administrativa, personal y política a la hora de jamás haber ordenado ni exigido una investigación realmente minuciosa de los hechos.
Pero tras leer sus recientes páginas me he quedado congelado.
No voy a comentar ahora sus medias verdades en asuntos clave de los informes de la Junta de Investigación de Accidentes, poseedora del récord de “investigación” más breve en la historia de la aeronáutica; y de la Policía de Zúrich, que dejó abierta por completo la posibilidad de un sabotaje, contrariamente a lo que usted afirma y manipula.
Lo que me asombra y hiere, como deudo jamás reparado, como ciudadano y como ser humano, es su necesidad de ir hasta el ataque contra la dignidad de una persona muerta, incapaz de defenderse.
Sé que para usted ha sido sumamente difícil lidiar con la carga popular de su antecesor y con la forma en la cual usted llegó a la presidencia: no se habían cumplido siete meses de la muerte de mi padre para que empezara a difamar su comportamiento en los medios de comunicación.
No creo que los personajes históricos sean intocables, algunos de mis pensadores y artistas favoritos son verdaderos iconoclastas. Pero minar al otro exige gran capacidad autocrítica y complejizar el contexto. Nada de eso existe en sus páginas, donde incluso rebaja el protagonismo del Ecuador presidido por Jaime Roldós en la defensa de los derechos humanos a nivel regional y mundial.
Yo, que he visitado el Memorial Haroldo Conti en Buenos Aires, erigido en el mismo centro de asesinatos y torturas donde su Ministro de Defensa, Raúl Sorroza, fue condecorado por la dictadura de ese país mientras mi padre, efectivamente, se jugaba la vida en la OEA, buscando defender no sólo principios, sino a madres, padres, hijos e hijas de carne y hueso, no puedo transmitirle el grado de ofensa cometido por usted contra todas nosotras, banalizando la historia de Sorroza, reduciéndola a anécdotas y chismes sin sostén.
Tal vez no sea popular decirlo: yo no estoy seguro de que mi madre, mi padre y su comitiva fueran asesinados. Estoy seguro de que el Ecuador y sus gobiernos no saben o no han querido saber qué pasó en realidad.
Y con la misma franqueza y similar gracejo al de su novelización, le pregunto: ¿de verdad no le cabe la menor duda de nada? Y si es así, ¿por qué su necesidad de aludir a la “irresponsable” tendencia de mi padre al peligro? ¿Lo propio de un estadista de su supuesta dimensión, en lugar de endilgar a otro una suerte de suicidio involuntario o premeditado, no consistía en adoptar cierto grado de reserva y decoro? Cuestiones que usted administra según su conveniencia.
Es público y notorio que Jaime Roldós era temerario. Algunos de sus colaboradores se han preguntado si en su enfrentamiento a lo que luego sabríamos llamar Plan Cóndor no se les había “pasado la mano”. Supongo que cosas parecidas, en distintas dimensiones, podrían decirse de Mandela, Gandhi o Allende, o del retorno de Alfaro, decidido aún a sabiendas de la traición que se fraguaba.
Lo que no es de recibo, en ningún tipo de lógica, es que el carácter personal o el perfil político de un líder eximan a las autoridades de investigar de verdad, a menos que ese carácter y ese vuelo delicado sean parte de algún tipo de coartada.
Lamento que el documental “La muerte de Jaime Roldós” fuera tan duro golpe para su prestigio, dentro y fuera del Ecuador, y para su autoestima: puedo imaginar cuán difícil le habrá sido conciliar el sueño después de verlo. Pero en dicha investigación no se apuntaba a su participación criminal, lo que se evidenciaba era su indolencia e inconsecuencia histórica y política. Me temo que usted, con su propia pluma y boca, ha ido más lejos.