El "conejo" a favor de los militares en el Acuerdo Final
Razón Pública Francisco Leal Buitrago* 12 de diciembre de 2016
El nuevo Acuerdo Final libró a los mandos de responsabilidad por los crímenes de sus subalternos con ocasión del conflicto armado. Cómo y por qué las fuerzas militares han vuelto a demostrar su condición de intocables en Colombia.
Responsabilidad de mando
Mientras el gobierno y las FARC luchaban contra el tiempo para incorporar en el Acuerdo Final los reclamos de algunos autoproclamados representantes del No, la Asociación de Oficiales de las Fuerzas Militares en Retiro (ACORE) protestó por la inclusión en dicho Acuerdo del principio de “responsabilidad de mando” en el componente de justicia, el cual, según ellos, contradecía lo que se había pactado con anterioridad.
La responsabilidad de mando significa que, debido al carácter vertical de una organización militar, las acciones de los subalternos están determinadas por órdenes superiores, aunque esta responsabilidad sea más difícil de establecer en confrontaciones propias de una guerra irregular como la colombiana.
Hasta las guerras napoleónicas del siglo XIX los encuentros bélicos se hacían con “formaciones cerradas” de combatientes (como se puede ver en algunas películas sobre guerras de la época). Con la adopción de armamentos más mortíferos, las formaciones cerradas desaparecieron y las tropas se dispersaron (hasta incluir por ejemplo las misiones u operativos relámpago en territorios que ocupa el enemigo).
Sin embargo las formaciones cerradas se conservan en las prácticas (que por eso se llaman de “orden cerrado”) que se exhiben en “paradas”, desfiles y ceremonias públicas. En esencia, su objetivo sigue siendo representar la disciplina militar y demostrar que grandes grupos pueden acatar órdenes de manera simultánea e inmediata.
El mico
La protesta de ACORE acabó por atenderse en el último minuto mediante la exclusión disimulada (y sin consultar con las FARC) de toda referencia al “control efectivo de superiores sobre conductas delictivas de subalternos” (una solución más bien vaga que a lo mejor refleja la inseguridad jurídica por parte de los mandos militares): estas son las palabras que utiliza el artículo 28 del Estatuto de Roma (el que creó la Corte Penal Internacional) para significar que quien ejerce el mando de las tropas es responsable por los actos de la tropa.
Pero con esta omisión, dijéramos ladina, se abre la posibilidad de que los jefes militares no respondan por los actos de sus subalternos. O como dijo el ministro de Defensa al transmitir el visto bueno de las Fuerzas Armadas al texto que fue “depurado” tras la protesta de ACORE: “El mando no contagia responsabilidades automáticamente. Para que contagie responsabilidades, el mando tiene que tener unas condiciones de conocimiento anterior, en el mismo momento y posterior a los hechos; de no haber comunicado a la justicia o a las autoridades pertinentes después de conocer los hechos; de haber dispuesto de los recursos, no del momento de la acusación sino del momento de los hechos materiales” (énfasis añadidos).
En resumen: el gobierno le dio gusto a la poderosa organización de la reserva activa, vocera de grandes intereses políticos castrenses y defensora de la ideología propia del conflicto armado interno.
La explicación histórica
La justicia transicional no es sinónimo de impunidad ni de eludir normas jurídicas, y por eso se debería juzgar la responsabilidad de los altos mandos militares por delitos cometidos por subalternos que actuaron bajo sus órdenes, directas o indirectas.
Pero el cambio –a última hora– en el nuevo Acuerdo Final entre el gobierno y las FARC escamoteó esta responsabilidad. Este cambiazo puede entenderse si miramos lo ocurrido en la política colombiana durante las varias décadas de violencia. En estos años de guerra se arraigaron varias costumbres:
Bajo el Frente Nacional (1958-1974) los gobiernos le cedieron el manejo del orden público a los militares, quienes asumieron de manera improvisada la dirección de una tarea política que no les correspondía.
Esta costumbre se fortaleció con decisiones puntuales y se afianzó tras el surgimiento de las guerrillas. En Colombia hasta 1990 se formularon normas desarticuladas sobre orden público en lugar de políticas de Estado. El único elemento que “articuló” estos años fue la excepcionalidad constitucional del estado de sitio que permitió pasar por encima del Estado de derecho.
Con la exclusión de la oposición democrática durante el Frente Nacional, el monopolio bipartidista facilitó el crecimiento de las guerrillas como una forma de oposición armada, guerrillas que resultaron de los rezagos de La Violencia (1946-1965) y de la Guerra Fría. Por eso quienes criticaron el Frente Nacional fueron calificados de subversivos o de opositores a la democracia y reprimidos como tales. Y en estas circunstancias fueron los militares quienes asumieron el control de la situación.
El primer gobierno que asumió la dirección política de los militares fue el de Álvaro Uribe (2002-2010); pero lo hizo bajo principios puramente negativos: mano dura y violencia para combatir la violencia. Uribe ejerció más allá de su cargo como presidente y actuó como un juez que señalaba culpas de sus subalternos; apeló a un caudillismo ajeno a la historia nacional, aprovechó la debilidad de los partidos y se apoyó en la voluble opinión pública. Saltándose jerarquías y transgrediendo normas institucionales, Uribe captó el apoyo de los militares a pesar de sus actitudes autoritarias con los mandos. Hasta el día de hoy, la imagen favorable del Ejército entre los colombianos le proporciona el blindaje necesario ante las críticas de algunos sectores políticos y sociales.
Por eso el gobierno mira con prevención a los militares y hasta el presidente Santos –quien fue ministro de Defensa de Uribe– los trata con cuidado, aún más después de ser calificado como “traidor” por el expresidente y hoy senador. Desactivar este “caballo de Troya” político en medio de la implementación del Acuerdo Final y la campaña presidencial será algo muy difícil.
Fragilidad del Estado
Los éxitos militares de la Seguridad Democrática, derivados de la reorganización militar que exigió y orientó el Plan Colombia bajo el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), mostraron que la fortaleza de la guerrilla había sido un producto de la debilidad política del Estado.
Esta debilidad se explica por la presencia persistente de grupos armados privados que se enfrentan a la Fuerza Pública, desde las guerras civiles del siglo XIX, pasando por La Violencia de mediados del siglo XX, y hasta la actualidad.
A su vez, esa debilidad fue trasmitida a las instituciones militares debido a la irresponsabilidad de los gobiernos que no asumieron su dirección política y a la propia incapacidad militar para asimilar enseñanzas y diseñar cambios estratégicos.
La ética castrenseEstas décadas de violencia estimularon asimismo actitudes degradadas en muchos militares. Entre las más visibles está la pérdida de sensibilidad humanitaria frente a actos de violencia, al punto de que algunos militares han justificado de manera colectiva delitos derivados de acciones militares. Y más aún si estos son consecuencia de órdenes superiores, así sean indirectas o disimuladas.
Tales órdenes son la esencia de las acciones militares en combate: una especie de “máquina de guerra” que no analiza ni pone en entredicho las órdenes sino que las ejecuta. Esta es la base misma del entrenamiento para la guerra, el cual requiere del “espíritu de cuerpo” –propio de todos los ejércitos–, un elemento conservador de cohesión necesario para lograr una mayor eficacia en la lucha armada colectiva.
La Guerra Fría
Por último, al igual que el resto de la sociedad, los militares experimentaron en la segunda mitad del siglo XX la pérdida de pertenencia al bipartidismo –que muchos heredaron de sus familias- y asumieron la ideología de amigo-enemigo de la Guerra Fría.
El maniqueísmo anticomunista, estimulado por la Doctrina de Seguridad Nacional suramericana, permeó a los militares, quienes empezaron a perseguir con fuerza al “enemigo interno” como la mayor amenaza de sus respectivos países.
Una vez separados de la mediación bipartidista, los militares adquirieron autonomía política y diversificaron sus funciones en campos ajenos a su profesión, como la justicia penal militar o los consejos de guerra verbales para civiles, con el fin de defender un concepto abstracto de “civilización occidental”.
¿Será que la próxima contienda electoral seguirá estimulando esta polarización política, ahora para beneficio de mezquinos intereses promovidos por un caudillismo trasnochado?
* Sociólogo, Profesor Honorario de las universidades Nacional de Colombia y de Los Andes.
Mientras el gobierno y las FARC luchaban contra el tiempo para incorporar en el Acuerdo Final los reclamos de algunos autoproclamados representantes del No, la Asociación de Oficiales de las Fuerzas Militares en Retiro (ACORE) protestó por la inclusión en dicho Acuerdo del principio de “responsabilidad de mando” en el componente de justicia, el cual, según ellos, contradecía lo que se había pactado con anterioridad.
La responsabilidad de mando significa que, debido al carácter vertical de una organización militar, las acciones de los subalternos están determinadas por órdenes superiores, aunque esta responsabilidad sea más difícil de establecer en confrontaciones propias de una guerra irregular como la colombiana.
Hasta las guerras napoleónicas del siglo XIX los encuentros bélicos se hacían con “formaciones cerradas” de combatientes (como se puede ver en algunas películas sobre guerras de la época). Con la adopción de armamentos más mortíferos, las formaciones cerradas desaparecieron y las tropas se dispersaron (hasta incluir por ejemplo las misiones u operativos relámpago en territorios que ocupa el enemigo).
Sin embargo las formaciones cerradas se conservan en las prácticas (que por eso se llaman de “orden cerrado”) que se exhiben en “paradas”, desfiles y ceremonias públicas. En esencia, su objetivo sigue siendo representar la disciplina militar y demostrar que grandes grupos pueden acatar órdenes de manera simultánea e inmediata.
El mico
La protesta de ACORE acabó por atenderse en el último minuto mediante la exclusión disimulada (y sin consultar con las FARC) de toda referencia al “control efectivo de superiores sobre conductas delictivas de subalternos” (una solución más bien vaga que a lo mejor refleja la inseguridad jurídica por parte de los mandos militares): estas son las palabras que utiliza el artículo 28 del Estatuto de Roma (el que creó la Corte Penal Internacional) para significar que quien ejerce el mando de las tropas es responsable por los actos de la tropa.
Pero con esta omisión, dijéramos ladina, se abre la posibilidad de que los jefes militares no respondan por los actos de sus subalternos. O como dijo el ministro de Defensa al transmitir el visto bueno de las Fuerzas Armadas al texto que fue “depurado” tras la protesta de ACORE: “El mando no contagia responsabilidades automáticamente. Para que contagie responsabilidades, el mando tiene que tener unas condiciones de conocimiento anterior, en el mismo momento y posterior a los hechos; de no haber comunicado a la justicia o a las autoridades pertinentes después de conocer los hechos; de haber dispuesto de los recursos, no del momento de la acusación sino del momento de los hechos materiales” (énfasis añadidos).
En resumen: el gobierno le dio gusto a la poderosa organización de la reserva activa, vocera de grandes intereses políticos castrenses y defensora de la ideología propia del conflicto armado interno.
La explicación histórica
La justicia transicional no es sinónimo de impunidad ni de eludir normas jurídicas, y por eso se debería juzgar la responsabilidad de los altos mandos militares por delitos cometidos por subalternos que actuaron bajo sus órdenes, directas o indirectas.
Pero el cambio –a última hora– en el nuevo Acuerdo Final entre el gobierno y las FARC escamoteó esta responsabilidad. Este cambiazo puede entenderse si miramos lo ocurrido en la política colombiana durante las varias décadas de violencia. En estos años de guerra se arraigaron varias costumbres:
- Los gobiernos han evadido la dirección política de los militares,
- El Estado ha sido políticamente débil,
- La ética militar se ha degradado por la prolongación del conflicto, y
- La Guerra Fría dejó una visión dicotómica de la realidad.
Bajo el Frente Nacional (1958-1974) los gobiernos le cedieron el manejo del orden público a los militares, quienes asumieron de manera improvisada la dirección de una tarea política que no les correspondía.
Esta costumbre se fortaleció con decisiones puntuales y se afianzó tras el surgimiento de las guerrillas. En Colombia hasta 1990 se formularon normas desarticuladas sobre orden público en lugar de políticas de Estado. El único elemento que “articuló” estos años fue la excepcionalidad constitucional del estado de sitio que permitió pasar por encima del Estado de derecho.
Con la exclusión de la oposición democrática durante el Frente Nacional, el monopolio bipartidista facilitó el crecimiento de las guerrillas como una forma de oposición armada, guerrillas que resultaron de los rezagos de La Violencia (1946-1965) y de la Guerra Fría. Por eso quienes criticaron el Frente Nacional fueron calificados de subversivos o de opositores a la democracia y reprimidos como tales. Y en estas circunstancias fueron los militares quienes asumieron el control de la situación.
El primer gobierno que asumió la dirección política de los militares fue el de Álvaro Uribe (2002-2010); pero lo hizo bajo principios puramente negativos: mano dura y violencia para combatir la violencia. Uribe ejerció más allá de su cargo como presidente y actuó como un juez que señalaba culpas de sus subalternos; apeló a un caudillismo ajeno a la historia nacional, aprovechó la debilidad de los partidos y se apoyó en la voluble opinión pública. Saltándose jerarquías y transgrediendo normas institucionales, Uribe captó el apoyo de los militares a pesar de sus actitudes autoritarias con los mandos. Hasta el día de hoy, la imagen favorable del Ejército entre los colombianos le proporciona el blindaje necesario ante las críticas de algunos sectores políticos y sociales.
Por eso el gobierno mira con prevención a los militares y hasta el presidente Santos –quien fue ministro de Defensa de Uribe– los trata con cuidado, aún más después de ser calificado como “traidor” por el expresidente y hoy senador. Desactivar este “caballo de Troya” político en medio de la implementación del Acuerdo Final y la campaña presidencial será algo muy difícil.
Fragilidad del Estado
Los éxitos militares de la Seguridad Democrática, derivados de la reorganización militar que exigió y orientó el Plan Colombia bajo el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), mostraron que la fortaleza de la guerrilla había sido un producto de la debilidad política del Estado.
Esta debilidad se explica por la presencia persistente de grupos armados privados que se enfrentan a la Fuerza Pública, desde las guerras civiles del siglo XIX, pasando por La Violencia de mediados del siglo XX, y hasta la actualidad.
A su vez, esa debilidad fue trasmitida a las instituciones militares debido a la irresponsabilidad de los gobiernos que no asumieron su dirección política y a la propia incapacidad militar para asimilar enseñanzas y diseñar cambios estratégicos.
La ética castrenseEstas décadas de violencia estimularon asimismo actitudes degradadas en muchos militares. Entre las más visibles está la pérdida de sensibilidad humanitaria frente a actos de violencia, al punto de que algunos militares han justificado de manera colectiva delitos derivados de acciones militares. Y más aún si estos son consecuencia de órdenes superiores, así sean indirectas o disimuladas.
Tales órdenes son la esencia de las acciones militares en combate: una especie de “máquina de guerra” que no analiza ni pone en entredicho las órdenes sino que las ejecuta. Esta es la base misma del entrenamiento para la guerra, el cual requiere del “espíritu de cuerpo” –propio de todos los ejércitos–, un elemento conservador de cohesión necesario para lograr una mayor eficacia en la lucha armada colectiva.
La Guerra Fría
Por último, al igual que el resto de la sociedad, los militares experimentaron en la segunda mitad del siglo XX la pérdida de pertenencia al bipartidismo –que muchos heredaron de sus familias- y asumieron la ideología de amigo-enemigo de la Guerra Fría.
El maniqueísmo anticomunista, estimulado por la Doctrina de Seguridad Nacional suramericana, permeó a los militares, quienes empezaron a perseguir con fuerza al “enemigo interno” como la mayor amenaza de sus respectivos países.
Una vez separados de la mediación bipartidista, los militares adquirieron autonomía política y diversificaron sus funciones en campos ajenos a su profesión, como la justicia penal militar o los consejos de guerra verbales para civiles, con el fin de defender un concepto abstracto de “civilización occidental”.
¿Será que la próxima contienda electoral seguirá estimulando esta polarización política, ahora para beneficio de mezquinos intereses promovidos por un caudillismo trasnochado?
* Sociólogo, Profesor Honorario de las universidades Nacional de Colombia y de Los Andes.