El fallo de La Haya: la hora de la política y la diplomacia
Atilio A. Boron 1 de octubre de 2018
El fallo de la Corte Internacional de Justicia cierra, por ahora y tan sólo en el ámbito jurídico, el histórico diferendo político relativo el acceso al mar de Bolivia. Porque tal como el periodista e historiador chileno Manuel Cabieses Donoso lo estableciera con su habitual clarividencia días antes de conocerse la sentencia, “después del fallo de la Corte Internacional de Justicia, lo único razonable es que Chile y Bolivia inicien el diálogo amistoso que el mundo les está pidiendo.”
Según algunos observadores el fallo del tribunal de La Haya peca de un tecnicismo que no se compadece con la densidad histórica y geopolítica que encierra esa controversia. Los jueces obraron como si estuvieran en presencia de un litigio entre dos cantones suizos por el acceso a unas pasturas para sus vacunos de lechería. No se hicieron cargo de la dimensión y la génesis del conflicto y del papel de las grandes potencias de la época –Gran Bretaña y en menor medida Estados Unidos- que utilizaron al gobierno de Chile como un “proxy” para apoderarse de las riquezas mineras existentes en esa región. Estas no fueron utilizadas para estimular el progreso material de Chile, que siguió siendo “un caso de desarrollo frustrado” como lo sentenciara el gran economista de ese país, Aníbal Pinto, sino para acrecentar las fabulosas ganancias de las empresas extranjeras promotoras de la guerra. En ese tiempo, 1879, la explotación del guano y el salitre producían pingües ganancias dado que eran los principales fertilizantes que demandaba impostergablemente la agricultura europea, cuyas tierras labradas por siglos daban signos de agotamiento luego de la Revolución Industrial. Y también estaba el cobre, aunque con una presencia apenas incipiente en esa época.
Este tecnicismo de la Corte era previsible. Es bien sabido que el sistema de las Naciones Unidas está en crisis, entre otras cosas porque el principal actor del sistema internacional, Estados Unidos, viola con impunidad casi todas sus normativas. Ante esta realidad era evidente que lo que La Haya iba a hacer era evitar producir una sentencia que pudiese, eventualmente, aportar un precedente susceptible de desestabilizar el delicado tablero de la política internacional. El objetivo de máxima más razonable era que con su sentencia obligara a ambos gobiernos a iniciar un diálogo sobre el tema de la salida al mar de Bolivia. No podía esperarse ni un milímetro más que eso. Pero ni a eso se atrevieron los togados, y la razón es fácil de entender. No se les escapaba a su entendimiento que en caso de trasponer ese límite, ordenando por ejemplo la restitución aunque fuese parcial del territorio boliviano, un futuro gobierno de México podría plantear una reclamación similar por el robo de la mitad de su territorio a manos de Estados Unidos, ocurrido unos treinta años antes de la Guerra del Pacífico en la que Bolivia y Perú perdieran parte de sus posesiones. O, ya en el siglo veinte, una demanda similar podrían plantear las autoridades palestinas por el descarado robo de su territorio por parte del Estado de Israel. Por eso en La Haya primó el tecnicismo y una visión formalista del derecho para emitir una sentencia que nada ha resuelto.
Conocido el fallo Santiago y La Paz deberán ahora sentarse a conversar y encontrar una solución política y diplomática, satisfactoria para ambas partes y que ponga fin a una disputa que no sólo daña a Bolivia, encerrada en el Altiplano, sino que tampoco le hace bien a Chile, cuyo prestigio internacional se desdibuja cuando su gobierno se rehúsa, por momentos con tonos altaneros, a dialogar con una nación que estará a su lado hasta el fin de los tiempos. Son vecinos y lo seguirán siendo para siempre, y lo mejor es buscar un buen arreglo que mantener viva una tensión que podría ser el germen de futuros infortunios. El ejemplo de las relaciones franco-alemanas después de la Segunda Guerra Mundial es una provechosa fuente de inspiración. Siglos de guerras y enfrentamientos de todo tipo fueron superados cuando la derrotada Alemania en lugar de ser sojuzgada, como ocurriera con el Tratado de Versailles, fue convocada a unirse en el proyecto de la construcción europea. Los aliados –y especialmente Francia- tuvieron ese gesto de inteligencia y sabia mezcla de interés nacional y altruismo que allanó el camino de la paz y la cooperación con la nación vencida. Bolivia, que posee las más importantes reservas de litio del planeta y enormes cantidades de gas (que Chile debe importar porque no tiene) reúne las condiciones económicas necesarias para un acuerdo político mutuamente beneficioso, cerrando definitivamente las heridas de una guerra de saqueo alentada en su tiempo por políticos e inversionistas inescrupulosos y respaldados por el colonialismo inglés hace ya más de un siglo. Con el fallo de La Haya llegó la hora de la política y la diplomacia. Ojalá la dirigencia de ambos países lo comprendan.
Según algunos observadores el fallo del tribunal de La Haya peca de un tecnicismo que no se compadece con la densidad histórica y geopolítica que encierra esa controversia. Los jueces obraron como si estuvieran en presencia de un litigio entre dos cantones suizos por el acceso a unas pasturas para sus vacunos de lechería. No se hicieron cargo de la dimensión y la génesis del conflicto y del papel de las grandes potencias de la época –Gran Bretaña y en menor medida Estados Unidos- que utilizaron al gobierno de Chile como un “proxy” para apoderarse de las riquezas mineras existentes en esa región. Estas no fueron utilizadas para estimular el progreso material de Chile, que siguió siendo “un caso de desarrollo frustrado” como lo sentenciara el gran economista de ese país, Aníbal Pinto, sino para acrecentar las fabulosas ganancias de las empresas extranjeras promotoras de la guerra. En ese tiempo, 1879, la explotación del guano y el salitre producían pingües ganancias dado que eran los principales fertilizantes que demandaba impostergablemente la agricultura europea, cuyas tierras labradas por siglos daban signos de agotamiento luego de la Revolución Industrial. Y también estaba el cobre, aunque con una presencia apenas incipiente en esa época.
Este tecnicismo de la Corte era previsible. Es bien sabido que el sistema de las Naciones Unidas está en crisis, entre otras cosas porque el principal actor del sistema internacional, Estados Unidos, viola con impunidad casi todas sus normativas. Ante esta realidad era evidente que lo que La Haya iba a hacer era evitar producir una sentencia que pudiese, eventualmente, aportar un precedente susceptible de desestabilizar el delicado tablero de la política internacional. El objetivo de máxima más razonable era que con su sentencia obligara a ambos gobiernos a iniciar un diálogo sobre el tema de la salida al mar de Bolivia. No podía esperarse ni un milímetro más que eso. Pero ni a eso se atrevieron los togados, y la razón es fácil de entender. No se les escapaba a su entendimiento que en caso de trasponer ese límite, ordenando por ejemplo la restitución aunque fuese parcial del territorio boliviano, un futuro gobierno de México podría plantear una reclamación similar por el robo de la mitad de su territorio a manos de Estados Unidos, ocurrido unos treinta años antes de la Guerra del Pacífico en la que Bolivia y Perú perdieran parte de sus posesiones. O, ya en el siglo veinte, una demanda similar podrían plantear las autoridades palestinas por el descarado robo de su territorio por parte del Estado de Israel. Por eso en La Haya primó el tecnicismo y una visión formalista del derecho para emitir una sentencia que nada ha resuelto.
Conocido el fallo Santiago y La Paz deberán ahora sentarse a conversar y encontrar una solución política y diplomática, satisfactoria para ambas partes y que ponga fin a una disputa que no sólo daña a Bolivia, encerrada en el Altiplano, sino que tampoco le hace bien a Chile, cuyo prestigio internacional se desdibuja cuando su gobierno se rehúsa, por momentos con tonos altaneros, a dialogar con una nación que estará a su lado hasta el fin de los tiempos. Son vecinos y lo seguirán siendo para siempre, y lo mejor es buscar un buen arreglo que mantener viva una tensión que podría ser el germen de futuros infortunios. El ejemplo de las relaciones franco-alemanas después de la Segunda Guerra Mundial es una provechosa fuente de inspiración. Siglos de guerras y enfrentamientos de todo tipo fueron superados cuando la derrotada Alemania en lugar de ser sojuzgada, como ocurriera con el Tratado de Versailles, fue convocada a unirse en el proyecto de la construcción europea. Los aliados –y especialmente Francia- tuvieron ese gesto de inteligencia y sabia mezcla de interés nacional y altruismo que allanó el camino de la paz y la cooperación con la nación vencida. Bolivia, que posee las más importantes reservas de litio del planeta y enormes cantidades de gas (que Chile debe importar porque no tiene) reúne las condiciones económicas necesarias para un acuerdo político mutuamente beneficioso, cerrando definitivamente las heridas de una guerra de saqueo alentada en su tiempo por políticos e inversionistas inescrupulosos y respaldados por el colonialismo inglés hace ya más de un siglo. Con el fallo de La Haya llegó la hora de la política y la diplomacia. Ojalá la dirigencia de ambos países lo comprendan.
2 de octubre de 2018
4 de octubre de 2018