¿Qué relación existe entre el neoliberalismo, la guerra contra el Terrorismo, la COVID19, la cuarta revolución industrial y la guerra en Ucrania?
José Ramón Cabañas Rodríguez* 29 de marzo de 2022
Con la renuncia a la globalización y a la interconexión de la cual algún día se pretendió beneficiar Washington, de forma consciente, o por accidente, va empujando a terceros a observar nuevas realidades, establecer alianzas impensables y a ser más realistas en sus entornos.
Esta pregunta en su conjunto parecería intentar relacionar cuestiones inconexas, o simplemente atraer la atención para un titular. Pero con un poco de observación y búsqueda de información, la respuesta se presentará sola.
Sobre los principios neoliberales estamos escuchando al menos desde la década de los años 70 del siglo XX. Diez años después ya estaban Ronald Reagan y Margaret Thatcher asentados en el poder y preconizaban desde Washington y Londres, respectivamente, los cánones de un movimiento que se presentaba como una nueva colonización tanto en lo económico, como en lo político.
Estado pequeño, poca regulación, libertad para los capitales, eran consignas que se repitieron en varios idiomas y latitudes. El centro le explicaba a la periferia que estas recetas traerían éxito y ganancias por sí mismas, sin develar que las condiciones que se exigían a terceros no eran las que se aplicaban en casa de los gestores del proyecto.
Coincidiendo con la desaparición de la URSS y el llamado campo socialista comenzaron a surgir las primeras propuestas de tratados bilaterales o multilaterales de libre comercio. Aunque esa era la nomenclatura utilizada, cuando se leía la letra pequeña se trataba en realidad de acuerdos que permitían la entrada ilimitada de capitales foráneos en las economías más débiles, sin restricción alguna.
En América Latina y el Caribe el programa de las llamadas Cumbres de las Américas, nacido en Miami en 1994 tenía casi exclusivamente ese propósito, hasta que sufrió el fracaso del 2005 en Argentina.
También por aquella época comenzó de forma acelerada el proceso de reformas económicas en países como China y Vietnam, el cual tenía al menos una diferencia básica del esquema neoliberal clásico: las grandes masas seguían siendo el principal beneficiario del crecimiento económico.
A grandes rasgos estos eran los principales sucesos de un mundo unipolar a las puertas del siglo XXI, cuando Estados Unidos utilizó la ocurrencia de hechos terroristas en su territorio como excusa para invadir naciones en el Medio Oriente, tratar de apropiarse de recursos minerales enormes en esa región y acercar áreas de conflicto a la nueva Rusia y a la renovada China. Esa aventura requirió la aprobación de recursos multimillonarios estadounidenses, que no fueron utilizados para modernizar su base productiva.
En la primera década del siglo, comenzaron a identificarse claramente los perdedores de la apuesta por el neoliberalismo al interior de Estados Unidos. Empezó a delinearse el llamado cinturón de óxido (rust belt) en parte del medio oeste, la agricultura se paralizó en el centro del país, donde desde el presupuesto federal se le pagaba a los productores por quedarse en casa. Con la misma velocidad que crecía Sillicon Valley como símbolo de la nueva economía, naufragaba el Detroit automovilístico, que representaba un país que ya no sería más. Y entonces vino el estallido del 2008, la segunda peor recesión en 100 años.
Estos son los verdaderos orígenes de la polarización política estadounidense reciente. El discurso político extremo surge entre los ganadores y perdedores de la apuesta por el libre comercio al interior del principal país promotor y gestor. Y frente a un aparato estatal que es cada vez más incapaz de responder a las necesidades de todos, como alguna vez pretendieron presentarse los keynesianos.
Es un error pensar que Donald Trump trajo el discurso extremo a la política estadounidense, pues no pasa de ser un oportunista que hace carrera con los problemas de un país, sin ofrecer soluciones reales. El American divide ya estaba ahí y él solo lo puso en escena y cobró por las entradas.
Su llamado al nacionalismo, a que la OTAN pague sus propios gastos y a retirarse de conflictos armados no reflejan un estado de salud mental, sino la realidad de que los recursos ya no les alcanzan a Estados Unidos para ser la primera economía, presentarse como “faro de libertad” y jugar un rol hegemónico en el espacio multilateral, todo a la vez.
El equipo de gobierno de Trump, representante en su mayoría de la vieja economía, trató de corregir por medios ejecutivos lo que Estados Unidos ya era incapaz de lograr en la pura competencia económica. A falta de mayor productividad, eficiencia y baja inversión en investigación más desarrollo, sobrevinieron las supuestas nuevas negociaciones sobre los viejos acuerdos de libre comercio y las guerras de tarifas e impuestos contra los representantes de las principales economías en ascenso. China, en particular, venía demostrando que la derrota estadounidense no sucedería como producto de una guerra nuclear o de otro tipo, sino en el terreno en el que supuestamente Washington había sido y sería superior: el de la economía, la producción, los servicios, la innovación.
Como telón de fondo de estas rivalidades venía sucediendo la llamada cuarta revolución industrial, con los avances en la minería de datos, en la robótica, la nanotecnología y la inteligencia artificial. La puja por el liderazgo en estos campos merece un análisis por separado y tiene implicaciones para todos, pero baste decir en esta ocasión que los dirigentes chinos se han empeñado en presentar regularmente nuevos avances, ante los que del lado estadounidense no se responde con nuevos ingenios, sino con sanciones, es decir, con más intervención estatal que el neoliberalismo pretendía reducir. Vienen a la mente los anuncios desde Beijing sobre los nuevos sistemas de comunicación de quinta generación, o el lanzamiento múltiple de satélites para la exploración del espacio profundo.
Y entonces se hizo presente el enemigo que no estaba en el radar de ningún estratega militar: el SarsCOV-2.
De la conflagración originada por la Covid19 se podrían extraer muchas conclusiones, pero a los efectos del presente texto, es suficiente decir que se trata de la primera crisis mundial no bélica en la que Estados Unidos ni siquiera intenta capitalizar el momento ante el resto del mundo. Además, en términos de costos en vidas humanas, y en recursos económicos, significaría que Washington en realidad sale derrotado de dos guerras al mismo tiempo: Afganistán y la pandemia. Un millón de fallecidos (hasta la fecha) y una cifra aún mayor de traumatizados, y de personas que sufrirán otras afecciones de por vida, es algo que el país no conoció en ninguna contienda anterior, ni en la suma de varias de ellas, cuando tuvo a un enemigo que culpar por las bajas propias. En esta oportunidad las víctimas son producto de la incapacidad del sistema (o la multiplicidad de ellos) sanitario estadounidense de ofertar un servicio de calidad universal, educar a las personas en los riesgos, cohesionar a la sociedad en función de un propósito, dejar atrás supersticiones e ideas mezquinas para simplemente guiarse por el resultado científico. Esta vez el enemigo estaba en casa, y fue peor aún que cuando el 11 de septiembre del 2001, aunque esta vez no hubo imágenes apocalípticas que presentar en la televisión.
Ese es el Estados Unidos que estuvo tras las fichas del ajedrez para cercar a Rusia, alimentando todos los programas de cambio de régimen en el entorno del espacio postsoviético y que ahora intenta encabezar una reacción en toda la línea contra un Moscú que respondió ante la provocación.
Es un Estados Unidos que ataca no sólo al ejecutivo, a los estrategas militares, o al ejército que considera su enemigo, sino a Rusia en toda su extensión, a la historia antes y después de los zares, a la cultura y hasta al gentilicio, que muchas veces confunde con el soviético. Pretende borrar de los libros de historia la gesta de Octubre y la de Stalingrado, el vuelo al cosmos y otras hazañas tecnológicas. Intenta lograr lo que llamaría victoria por satanización o demonización absoluta. Y este no es un objetivo en el corto plazo.
Pero en ese empeño Estados Unidos ya no logra arrastrar a lo que denominaron antes como “mundo occidental”, a las “democracias” y ni siquiera a toda Europa. Con la renuncia a la globalización y a la interconexión de la cual algún día se pretendió beneficiar Washington, de forma consciente, o por accidente, va empujando a terceros a observar nuevas realidades, establecer alianzas impensables y a ser más realistas en sus entornos.
Estas tendencias están en franco desarrollo y habrá que esperar hasta las elecciones de medio término en Washington este noviembre, o quizás hasta los comicios presidenciales del 2024, para poder construir escenarios más definitivos.
Sobre los principios neoliberales estamos escuchando al menos desde la década de los años 70 del siglo XX. Diez años después ya estaban Ronald Reagan y Margaret Thatcher asentados en el poder y preconizaban desde Washington y Londres, respectivamente, los cánones de un movimiento que se presentaba como una nueva colonización tanto en lo económico, como en lo político.
Estado pequeño, poca regulación, libertad para los capitales, eran consignas que se repitieron en varios idiomas y latitudes. El centro le explicaba a la periferia que estas recetas traerían éxito y ganancias por sí mismas, sin develar que las condiciones que se exigían a terceros no eran las que se aplicaban en casa de los gestores del proyecto.
Coincidiendo con la desaparición de la URSS y el llamado campo socialista comenzaron a surgir las primeras propuestas de tratados bilaterales o multilaterales de libre comercio. Aunque esa era la nomenclatura utilizada, cuando se leía la letra pequeña se trataba en realidad de acuerdos que permitían la entrada ilimitada de capitales foráneos en las economías más débiles, sin restricción alguna.
En América Latina y el Caribe el programa de las llamadas Cumbres de las Américas, nacido en Miami en 1994 tenía casi exclusivamente ese propósito, hasta que sufrió el fracaso del 2005 en Argentina.
También por aquella época comenzó de forma acelerada el proceso de reformas económicas en países como China y Vietnam, el cual tenía al menos una diferencia básica del esquema neoliberal clásico: las grandes masas seguían siendo el principal beneficiario del crecimiento económico.
A grandes rasgos estos eran los principales sucesos de un mundo unipolar a las puertas del siglo XXI, cuando Estados Unidos utilizó la ocurrencia de hechos terroristas en su territorio como excusa para invadir naciones en el Medio Oriente, tratar de apropiarse de recursos minerales enormes en esa región y acercar áreas de conflicto a la nueva Rusia y a la renovada China. Esa aventura requirió la aprobación de recursos multimillonarios estadounidenses, que no fueron utilizados para modernizar su base productiva.
En la primera década del siglo, comenzaron a identificarse claramente los perdedores de la apuesta por el neoliberalismo al interior de Estados Unidos. Empezó a delinearse el llamado cinturón de óxido (rust belt) en parte del medio oeste, la agricultura se paralizó en el centro del país, donde desde el presupuesto federal se le pagaba a los productores por quedarse en casa. Con la misma velocidad que crecía Sillicon Valley como símbolo de la nueva economía, naufragaba el Detroit automovilístico, que representaba un país que ya no sería más. Y entonces vino el estallido del 2008, la segunda peor recesión en 100 años.
Estos son los verdaderos orígenes de la polarización política estadounidense reciente. El discurso político extremo surge entre los ganadores y perdedores de la apuesta por el libre comercio al interior del principal país promotor y gestor. Y frente a un aparato estatal que es cada vez más incapaz de responder a las necesidades de todos, como alguna vez pretendieron presentarse los keynesianos.
Es un error pensar que Donald Trump trajo el discurso extremo a la política estadounidense, pues no pasa de ser un oportunista que hace carrera con los problemas de un país, sin ofrecer soluciones reales. El American divide ya estaba ahí y él solo lo puso en escena y cobró por las entradas.
Su llamado al nacionalismo, a que la OTAN pague sus propios gastos y a retirarse de conflictos armados no reflejan un estado de salud mental, sino la realidad de que los recursos ya no les alcanzan a Estados Unidos para ser la primera economía, presentarse como “faro de libertad” y jugar un rol hegemónico en el espacio multilateral, todo a la vez.
El equipo de gobierno de Trump, representante en su mayoría de la vieja economía, trató de corregir por medios ejecutivos lo que Estados Unidos ya era incapaz de lograr en la pura competencia económica. A falta de mayor productividad, eficiencia y baja inversión en investigación más desarrollo, sobrevinieron las supuestas nuevas negociaciones sobre los viejos acuerdos de libre comercio y las guerras de tarifas e impuestos contra los representantes de las principales economías en ascenso. China, en particular, venía demostrando que la derrota estadounidense no sucedería como producto de una guerra nuclear o de otro tipo, sino en el terreno en el que supuestamente Washington había sido y sería superior: el de la economía, la producción, los servicios, la innovación.
Como telón de fondo de estas rivalidades venía sucediendo la llamada cuarta revolución industrial, con los avances en la minería de datos, en la robótica, la nanotecnología y la inteligencia artificial. La puja por el liderazgo en estos campos merece un análisis por separado y tiene implicaciones para todos, pero baste decir en esta ocasión que los dirigentes chinos se han empeñado en presentar regularmente nuevos avances, ante los que del lado estadounidense no se responde con nuevos ingenios, sino con sanciones, es decir, con más intervención estatal que el neoliberalismo pretendía reducir. Vienen a la mente los anuncios desde Beijing sobre los nuevos sistemas de comunicación de quinta generación, o el lanzamiento múltiple de satélites para la exploración del espacio profundo.
Y entonces se hizo presente el enemigo que no estaba en el radar de ningún estratega militar: el SarsCOV-2.
De la conflagración originada por la Covid19 se podrían extraer muchas conclusiones, pero a los efectos del presente texto, es suficiente decir que se trata de la primera crisis mundial no bélica en la que Estados Unidos ni siquiera intenta capitalizar el momento ante el resto del mundo. Además, en términos de costos en vidas humanas, y en recursos económicos, significaría que Washington en realidad sale derrotado de dos guerras al mismo tiempo: Afganistán y la pandemia. Un millón de fallecidos (hasta la fecha) y una cifra aún mayor de traumatizados, y de personas que sufrirán otras afecciones de por vida, es algo que el país no conoció en ninguna contienda anterior, ni en la suma de varias de ellas, cuando tuvo a un enemigo que culpar por las bajas propias. En esta oportunidad las víctimas son producto de la incapacidad del sistema (o la multiplicidad de ellos) sanitario estadounidense de ofertar un servicio de calidad universal, educar a las personas en los riesgos, cohesionar a la sociedad en función de un propósito, dejar atrás supersticiones e ideas mezquinas para simplemente guiarse por el resultado científico. Esta vez el enemigo estaba en casa, y fue peor aún que cuando el 11 de septiembre del 2001, aunque esta vez no hubo imágenes apocalípticas que presentar en la televisión.
Ese es el Estados Unidos que estuvo tras las fichas del ajedrez para cercar a Rusia, alimentando todos los programas de cambio de régimen en el entorno del espacio postsoviético y que ahora intenta encabezar una reacción en toda la línea contra un Moscú que respondió ante la provocación.
Es un Estados Unidos que ataca no sólo al ejecutivo, a los estrategas militares, o al ejército que considera su enemigo, sino a Rusia en toda su extensión, a la historia antes y después de los zares, a la cultura y hasta al gentilicio, que muchas veces confunde con el soviético. Pretende borrar de los libros de historia la gesta de Octubre y la de Stalingrado, el vuelo al cosmos y otras hazañas tecnológicas. Intenta lograr lo que llamaría victoria por satanización o demonización absoluta. Y este no es un objetivo en el corto plazo.
Pero en ese empeño Estados Unidos ya no logra arrastrar a lo que denominaron antes como “mundo occidental”, a las “democracias” y ni siquiera a toda Europa. Con la renuncia a la globalización y a la interconexión de la cual algún día se pretendió beneficiar Washington, de forma consciente, o por accidente, va empujando a terceros a observar nuevas realidades, establecer alianzas impensables y a ser más realistas en sus entornos.
Estas tendencias están en franco desarrollo y habrá que esperar hasta las elecciones de medio término en Washington este noviembre, o quizás hasta los comicios presidenciales del 2024, para poder construir escenarios más definitivos.
Director del Centro de Investigación de Política Internacional - CIPI - Cuba