¿Síndrome de La Habana o Síndrome de Washington?
CIPI José Ramón Cabañas Rodríguez 8 de septiembre de 2021
Un hombre con aliento etílico entra a un local donde se reúnen estudiantes y la emprende a golpes contra uno de los jóvenes. Le exige una y otra vez que reconozca la paternidad de la criatura que su hija lleva en el vientre. El muchacho recibe tantos golpes que queda casi exhausto. Cuando el agresor ofendido regresa a casa descubre que la prueba de embarazo que encontró en el cuarto de su hija no era de ella, sino de una vecina.
Esta anécdota simple podría ilustrar la historia de los síntomas de salud que funcionarios estadounidenses destacados en La Habana comenzaron a reportar y a relacionar con un supuesto ataque, justo cuando se celebraron las elecciones presidenciales que llevaron al poder en Washington a Donald Trump. Los hechos excepcionales se plantearon al interior de esa embajada por escasos miembros de un personal ajeno a las funciones diplomáticas. Después, el alegado malestar se generalizó a un grupo más amplio de empleados.
El 17 de febrero del 2017 el entonces Encargado de Negocios estadounidense en La Habana trasladó al Ministerio de Relaciones Exteriores (MINREX) una queja sobre supuestos “ataques” contra su personal, que teóricamente se producían desde noviembre del año anterior. No se hablaba entonces de enfermedades o síntomas. De inmediato, los expertos cubanos se movilizaron y comenzaron a investigar, sin preguntarse siquiera por qué la información no se les compartió desde el primer día.
Paradójicamente, los afectados no acudieron a recibir atención médica en las clínicas donde siempre se atendían en La Habana, tanto como habían hecho hasta entonces y lo siguen haciendo hasta hoy sus contrapartes cubanas en Washington.
Cinco días después del primer reporte funcionarios cubanos se reunieron con el jefe de seguridad de la embajada estadounidense y se percataron de que aquel no estaba al tanto de lo que ocurría entre las personas a las que debía proteger. Pocas horas más tarde apareció el nombre de ese individuo en una lista de supuestas víctimas de los alegados ataques y fue evacuado con rumbo a Estados Unidos.
Cuba ofreció su disposición a colaborar en el esclarecimiento de los hechos, reales o no, e indicó que era muy importante la cooperación con agencias estadounidenses. De manera expedita, se reforzaron las medidas de protección a la sede y las residencias de los diplomáticos, y se abrieron nuevos canales de comunicación.
Por indicación del más alto nivel del Gobierno de Cuba se inició una investigación policial y se nombró un comité de expertos científico interinstitucional e interdisciplinario para analizar los reportes realizados. Las investigaciones concluyeron que no existe evidencia para demostrar ataque alguno y que una diversidad de síntomas tan variados no puede atribuirse a una causa común.
El FBI visitó La Habana en cuatro ocasiones para realizar su propio análisis con total libertad. Al final sus conclusiones coincidieron con la opinión de los expertos cubanos de que no existían evidencias de ataques, pero el Departamento de Estado rechazó la propuesta del Buró de hacer parte de la investigación al Centro de Control y Prevención de Enfermedades en Atlanta (CDC), el cual tenía además experiencia de intercambios científicos de larga data con contrapartes cubanas.
Desde enero hasta mediados del año 2017 los funcionarios de la embajada estadounidense en La Habana solicitaron una amplia cantidad de visas para que viajaran a la Isla familiares cercanos, o amigos y también cubrieron los procedimientos para viajar a otras provincias cubanas en plan turístico en innumerables ocasiones. Este comportamiento no se correspondía con la actitud de un grupo humano que está sometido a hostigamiento externo alguno.
En los encuentros privados de carácter diplomático los funcionarios estadounidenses tanto en Washington como en La Habana utilizaban el término “ataques” para referirse a los hechos inexplicables, mientras que sus contrapartes cubanas alertaban contra conclusiones precipitadas y urgían sobre la entrega de pruebas concretas una y otra vez.
Toda la limitada información que se trasladó a la parte cubana por el canal diplomático parecía diseñada para inducir a error y documentar supuestos hechos imprecisos. En una ocasión fue un mapa a pequeña escala de la ciudad de La Habana con grandes puntos rojos en distintas locaciones, que no permitían precisar el lugar exacto donde podría haber tenido lugar el hecho que se narraba. En otra fueron grabaciones de sonidos extraños que al ser medidos y comparados con otros registros indicaban que correspondían al zumbido de insectos comunes en la Isla.
Después de que el servicio de seguridad diplomática cubana acordara con la embajada estadounidense un mecanismo para alertar en tiempo real a las autoridades sobre la ocurrencia de los incidentes, en varias ocasiones el mismo no fue utilizado y en otras la información llegó de forma muy tardía.
El Departamento de Estado se limitaba a una escueta línea de mensajes: algo había sucedido en La Habana y la parte cubana debía explicarlo, aún sin ellos decir exactamente qué era lo que había ocurrido. En términos deportivos era lo más parecido a practicar tiro contra un blanco en movimiento.
El gobierno estadounidense comenzó entonces a transferir desde La Habana a un grupo de funcionarios estadounidenses y sus familiares, que de forma paradójica hicieron pública su incomprensión con la medida y su deseo de retornar a sus puestos. Es decir, esta masa no compartía la teoría de los ataques, o al menos los consideraba de tan relativa importancia que se podían permitir el lujo de regresar. No obstante, se les negó tal posibilidad y la mayoría fue reubicada en poco espacio de tiempo en otras funciones.
En el mes de agosto, con el mismo nivel de imprecisión con que había sido tratado el tema hasta el momento, la noticia saltó a los medios de prensa estadounidenses. Meses después otro periodista acuñaba el término de un supuesto síndrome asociado con el nombre de la capital cubana y disciplinadamente armaron teorías y especulaciones, a partir de declaraciones y supuestas filtraciones, intencionalmente inexactas y sensacionalistas, de diversas fuentes oficiales federales.
Cuando se revisan los reportes de prensa de aquellos días, se puede apreciar que la información sobre los supuestos ataques fluyó al público estadounidense a través de periodistas específicos de medios señalados, el resto solo hacía eco sin formular preguntas incómodas, o cuestionar la historia oficial. Funcionarios cubanos localizaron y hablaron con los directivos de tales medios, los cuales no pudieron desmentir nunca que sus periodistas estuvieran siendo utilizados por fuentes no identificadas del gobierno de Estados Unidos que contribuían a crear más confusión y no a buscar una explicación. Tampoco pudieron justificar la reiteración periódica al tema, a pesar de que no había nada nuevo que informar.
Se especuló sobre supuestas armas utilizadas en los ataques que generaban sonidos u ondas, de las que no existen registros de fabricantes, planos o huellas. Se les adjudicaban a aquellas capacidades que no están probadas ni demostradas por la ciencia.
A falta de consenso sobre una posible “arma homicida”, se habló entonces de posibles comisores de los ataques, que sin que nadie documentase que existieran, pudieron realizar funcionarios cubanos “disidentes” que, por cierto, no ganaban absolutamente nada con dañar la relación bilateral o actores de terceros países. La disidencia real en todo caso radicaba en Washington, entre aquellos que querían revertir la política del Presidente Barack Obama hacia Cuba y estaban muy necesitados de un buen argumento, tangible o no, para comenzar a tomar medidas que garantizaran el proceso de regresión.
Al poco tiempo una parte importante del público estadounidense creía tanto en los “ataques sónicos” como en que los McDonalds y la Coca Cola son alimentos saludables.
Fue Cuba y no Estados Unidos la que solicitó una reunión de Cancilleres para ventilar el asunto, que se celebró en Washington el 26 de septiembre del 2017. En la misma fue evidente que el máximo nivel del Departamento de Estado no estaba informado de los detalles de las investigaciones que había conducido el FBI en La Habana.
Llamaba la atención que el entonces Secretario Rex Tillerson, ex ejecutivo de más alto rango en la Exxon Mobile, empresa donde se gastan millones de dólares en la búsqueda de combustibles fósiles solo si hay evidencia dura y pura de que está situado en lechos específicos, procedió a dañar la relación bilateral con Cuba sin ninguna prueba material.
En aquella visita a Washington DC el Canciller cubano presentó sus argumentos en el Congreso de la Unión ante ocho senadores y el liderazgo de la minoría de la Cámara de Representantes y sus contrapartes agradecieron el intercambio. El Congreso había celebrado hasta esa fecha (y lo hizo después) varias audiencias privadas sobre el tema, pero absolutamente en ninguna de ellas se ofrecieron desde el gobierno datos útiles, ni siquiera bajo el velo del secreto legislativo más hermético.
Desde el Capitolio el Canciller partió hacia el Club Nacional de Prensa, donde se reunió con lo más destacado del grupo de los reporteros estadounidenses que cubrían la política exterior. El Ministro cubano hizo entonces una larga lista de preguntas sobre las inconsistencias del caso que permanecen sin respuesta hasta hoy. El impacto de su presentación en la prensa estadounidense sin embargo fue marginal.
En sucesivos intercambios posteriores, el Departamento de Estado reconoció que no tenía información de precondiciones médicas de sus diplomáticos antes de partir hacia Cuba, o a otros destinos, por lo que no podía afirmar, ni descartar, que síntomas presentados por varios funcionarios recién llegados (que fueron disímiles) a La Habana no tuvieran causa en un padecimiento que sufrían desde antes.
Pero el Departamento de Estado necesitaba darle algún velo de credibilidad a tanta inconsistencia y finalmente apareció un artículo en el Journal of the American Medical Association (JAMA) que aunque fue redactado para darle un matiz científico a la acusación contra Cuba, agregaba sin embargo más dudas a lo ya dicho y no planteaba ninguna tesis concluyente. La parte cubana no tuvo siquiera que ponerlo en tela de juicio, porque se encargó de ello la propia Junta Editorial de la publicación que en la misma edición se distanció del texto.
Como Cuba seguía solicitando insistentemente un encuentro entre científicos de ambas partes para analizar el tema, el Departamento de Estado solo accedió en el 2018 a que un grupo de funcionarios de tal agencia recibiera a una delegación oficial cubana. Esta última presentó todas las inconsistencias que encontraba en el caso, mientras que la parte estadounidense ripostó siempre con oraciones extraídas del artículo de JAMA. No obstante, en una muestra de solidez profesional poco común para la época, los empleados estadounidenses sí dejaron claro que nunca propusieron al liderazgo de la agencia federal referirse a los hechos en cuestión como ataques.
Los expertos cubanos propiciaron en aquella oportunidad por su propia cuenta un encuentro a título personal con renombradas contrapartes de Estados Unidos en especialidades afines al caso, desde neurología hasta psiquiatría. Hubo coincidencia total en el enfoque de ambas partes. A falta de encontrar una sede que acogiera una conferencia de prensa para presentar los resultados del debate, la Embajada de Cuba convocó a líderes de medios de prensa que habían seguido el tema durante largos meses. Hubo un intercambio animado de preguntas y respuestas al respecto, los periodistas escribieron sus despachos, pero sus editores respectivos no consideraron que el contenido era noticioso ese día. Poco se publicó.
En este punto quizás valga la pena relacionar solo algunos de los cuestionamientos que científicos y observadores de diversos países (no solo los cubanos) hicieron desde temprano a la primera versión oficial estadounidense de los hechos:
Collen G. Le Prell, directora del programa de audiología de la Universidad de Texas: “la comunidad de audiólogos se pregunta cuál podría ser la causa de los síntomas descritos en estos casos pues nadie tiene una buena explicación para ello” (…) “la aparición repentina de pérdida de la audición sin que exista una fuente audible, es muy inusual”. (Newsweek 29 de agosto del 2017)
Andrew Oxenham, psicólogo del Laboratorio de Percepción y Cognición Auditiva de la Universidad de Minnesota: “no puedo explicarme que la enfermedad y la pérdida de la audición estén relacionadas con un sonido… no hay forma que un dispositivo acústico cause daño auditivo usando sonidos inaudibles. No se puede estimular el oído interno de una manera que podría causar daño” (Buzz Feed News, 30 de agosto del 2017)
James Jauchem, biólogo y científico retirado que investigó los efectos biológicos de la energía acústica en el laboratorio de investigaciones de la Fuerza Área de EE.UU.: “no se conocen los elementos que tienen los investigadores para declarar que se trata de un arma acústica” (The Verge, 16 de septiembre del 2017)
Joe Pompei, ex investigador del Massachussetts Institute of Technology, fundador y presidente de Holosonics: “Nunca ha habido ningún tipo de respuesta fisiológica que refleje los síntomas que se han informado causados por ondas de sonido de cualquier tipo” (Business Insider, 29 de septiembre del 2017)
Jurgen Altmann, físico de la Technische Universitat Dortmund en Alemania: "Diría que es bastante inverosímil”, “No conozco efecto acústico alguno que pueda causar síntomas de conmoción cerebral". (The New York Times, 5 de octubre del 2017)
Jun Qin, ingeniero acústico de la Southern Illinois University: “El sonido a través del aire no puede sacudir tu cabeza". “Los ultrasonidos no pueden viajar una larga distancia” (The New York Times, 5 de octubre del 2017)
Adam Rogers, periodista de la publicación Wired, especializada en temas tecnológicos señaló: “Las aventuras del encuentro entre 007 y los Expedientes X en Cuba continúan” (Wired, 5 de octubre del 2017)
La relación de opiniones similares era interminable y continúa siéndolo 4 años después. Llegó un momento en que los creadores del síndrome saltaron de la explicación sónica de los ataques, porque se hacía insostenible, a la especulación sobre las microondas que igualmente ha sido insostenible desde la ciencia.
El ya acuñado “Síndrome de La Habana” fue un argumento útil para Estados Unidos ante su propia opinión pública y ante terceros para justificar el cierre de los servicios consulares de su embajada en la capital cubana, descontinuar allí los servicios de inmigración y ciudadanía, reducir la presencia diplomática cubana en Washington, emitir alertas de viaje a Cuba, reducir el flujo de visitantes con ese destino, poner en tela de juicio el compromiso de las autoridades cubanas respecto a la seguridad en su territorio para diplomáticos extranjeros.
¿Pero qué ganaba Cuba en caso de que realmente hubiera hostigado de alguna manera a los funcionarios estadounidenses? ¿Alguien en su sano juicio puede considerar que las autoridades cubanas deseaban una regresión en la relación bilateral que adicionalmente condujera a nuevas medidas de bloqueo?
No había un crímen, ni víctimas, ni evidencia, ni arma homicida, pero tampoco móvil. Entonces, ¿en qué se basó la acusación lanzada a los cuatro vientos contra Cuba durante meses?
Ya retirado Tillerson del Departamento de Estado, el nuevo Secretario Mike Pompeo quiso cubrir las formas de cierta manera expresando: “la naturaleza precisa de las lesiones sufridas por el personal afectado, y si existe una causa común para todos los casos, aún no se ha establecido”. Pero Pompeo venía de dirigir la CIA, la agencia a la que pertenecían la mayoría de los que insistían en que fueron atacados.
Durante algunos meses los supuestos ataques parecieron ser un tema bilateral entre Estados Unidos y Cuba y, si se hacía referencia a algún tercero, era en términos de “alguna potencia interesada en dañar a los funcionarios estadounidenses”, que producto de nuevas especulaciones fue identificada como Rusia.
Sin embargo, la narrativa oficial estadounidense dio un giro inesperado cuando una funcionaria de aquel país se acogió a los síntomas del síndrome, un poco lejos del Caribe, en China (abril del 2018). De forma curiosa, no se registraron excesos en la conducta del Departamento de Estado y no se tomaron contra la nación asiática ninguna de las medidas registradas en el caso de Cuba, todavía en vigor. Aunque otros funcionarios destacados en el mismo país pretendieron sumarse a la epidemia de ataques, la versión oficial solo registró a una y al poco tiempo ya no estaba en titulares.
Más inverosímil aún se hizo la historia cuando dos personas diferentes fueron registradas bajo los síntomas del “Síndrome de La Habana” en territorio estadounidense en abril del 2021 y con posterioridad se sumaron otros funcionarios estadounidenses destacados en Alemania y Austria a la altura de agosto del 2021. En estos hechos Washington no le reclamó a Berlín o Viena (ni a sí mismo) seguridades adicionales para el confort de sus nacionales, ni se redujo el flujo de visitantes nacionales en aquellos destinos.
Si eran ciertas todas las especulaciones que se tejieron respecto a Cuba, ¿cómo se explicaba ahora que un poder maligno se moviera por medio mundo, incluida la capital estadounidense, con un “arma” que se calculaba que debía ser del tamaño de un tanque de guerra, que tendría que emitir un sonido lo suficientemente intenso como para provocar un daño cerebral, con una capacidad direccional tan perfeccionada que impactara solo a personas seleccionadas y no a las que se movían a escasos metros del objetivo?
Y sucedió lo inevitable, la teoría que fue creada para dañar las relaciones con un país extranjero fue utilizada por las supuestas víctimas para presentar ante los tribunales estadounidenses demandas judiciales bajo la acusación de que el Departamento de Estado y otras agencias no protegieron adecuadamente a sus asalariados. El cazador terminó cazado.
En todo este tiempo Cuba ha observado una actitud de total apego a la ciencia, compartiendo las opiniones y análisis de los expertos cubanos que analizan y han estudiado e intercambiado con la información limitada disponible y ofreciendo cooperación sin lanzar especulaciones sin sustento. Sin embargo, después de enfrentar en solitario durante un largo período las únicas medidas punitivas que Washington implementó por la ocurrencia de los “ataques”, hay derecho a pensar en algunas generalizaciones.
Los funcionarios-víctimas en su mayoría no son diplomáticos, sino que están vinculados a agencias de inteligencia estadounidenses. Los mismos compartieron no sólo espacios físicos y aislados en las embajadas de su país en el exterior, sino también tecnología específica en sus lugares de trabajo, así como hábitos, condiciones y exigencias comunes que los obligaron seguramente a enfrentar una alta tensión psíquica y emocional.
Bien valdría la pena que las agencias estadounidenses emplearan más tiempo en una visión introspectiva y, si no estuvieran dispuestas a hacerlo, al menos mostraran una actitud más coherente al enfrentar el problema en su conjunto. De no ser posible nada de esto, cabría esperar que rectificaran un modo de hacer que heredaron de una administración anterior, implementado con el franco propósito de provocar un retroceso irreversible en la relación bilateral con Cuba.
Gracias a la labor profesional de desclasificación de la organización estadounidense National Security Archives, en febrero del 2021 fueron publicados tres informes sobre lo que se denominado “Síndrome de La Habana” redactados por el Departamento de Estado, el Centro para la Prevención y el Control de Enfermedades y las Academias Nacionales de Ciencias, Ingeniería y Medicina de los EEUU. En todos ellos se reflejó lo sucedido en relación con este tema durante los años de Trump: la falta de cooperación de las agencias empleadoras de los afectados con los que realizaron las investigaciones, inexistente acceso a los implicados, decisiones precipitadas por motivaciones políticas y ausencia de una teoría que explicara la atribución de síntomas diversos a una causa común.
En particular, el informe mencionado del Departamento de Estado sugirió que la decisión de Donald Trump de desmantelar la embajada de La Habana a principios de 2018, como reacción a unos supuestos “ataques sónicos” contra su personal diplomático, fue una “respuesta” política plagada de mala gestión, falta de coordinación e incumplimiento de las normativas. El mismo texto reveló que el exmandatario tomó la decisión de reducir el 60% del personal consular en La Habana y desactivar el funcionamiento de la embajada, sin tener prueba alguna de que Cuba estuviera detrás de los misteriosos problemas de salud que afectaron a sus funcionarios.
Textualmente el informe planteó: “La decisión de reducir el personal en La Habana no parece haber seguido los procedimientos estándar del Departamento de Estado y no fue precedida ni seguida por ningún análisis formal de los riesgos y beneficios de la presencia física continuada de los empleados del Gobierno estadounidense en La Habana”.
A confesión de partes, relevo de pruebas.
Estaremos de acuerdo en que la próxima vez que alguien exija obligaciones de paternidad, debe mostrar primero las evidencias de un embarazo, o al menos no acudir a posturas extremas.
Esta anécdota simple podría ilustrar la historia de los síntomas de salud que funcionarios estadounidenses destacados en La Habana comenzaron a reportar y a relacionar con un supuesto ataque, justo cuando se celebraron las elecciones presidenciales que llevaron al poder en Washington a Donald Trump. Los hechos excepcionales se plantearon al interior de esa embajada por escasos miembros de un personal ajeno a las funciones diplomáticas. Después, el alegado malestar se generalizó a un grupo más amplio de empleados.
El 17 de febrero del 2017 el entonces Encargado de Negocios estadounidense en La Habana trasladó al Ministerio de Relaciones Exteriores (MINREX) una queja sobre supuestos “ataques” contra su personal, que teóricamente se producían desde noviembre del año anterior. No se hablaba entonces de enfermedades o síntomas. De inmediato, los expertos cubanos se movilizaron y comenzaron a investigar, sin preguntarse siquiera por qué la información no se les compartió desde el primer día.
Paradójicamente, los afectados no acudieron a recibir atención médica en las clínicas donde siempre se atendían en La Habana, tanto como habían hecho hasta entonces y lo siguen haciendo hasta hoy sus contrapartes cubanas en Washington.
Cinco días después del primer reporte funcionarios cubanos se reunieron con el jefe de seguridad de la embajada estadounidense y se percataron de que aquel no estaba al tanto de lo que ocurría entre las personas a las que debía proteger. Pocas horas más tarde apareció el nombre de ese individuo en una lista de supuestas víctimas de los alegados ataques y fue evacuado con rumbo a Estados Unidos.
Cuba ofreció su disposición a colaborar en el esclarecimiento de los hechos, reales o no, e indicó que era muy importante la cooperación con agencias estadounidenses. De manera expedita, se reforzaron las medidas de protección a la sede y las residencias de los diplomáticos, y se abrieron nuevos canales de comunicación.
Por indicación del más alto nivel del Gobierno de Cuba se inició una investigación policial y se nombró un comité de expertos científico interinstitucional e interdisciplinario para analizar los reportes realizados. Las investigaciones concluyeron que no existe evidencia para demostrar ataque alguno y que una diversidad de síntomas tan variados no puede atribuirse a una causa común.
El FBI visitó La Habana en cuatro ocasiones para realizar su propio análisis con total libertad. Al final sus conclusiones coincidieron con la opinión de los expertos cubanos de que no existían evidencias de ataques, pero el Departamento de Estado rechazó la propuesta del Buró de hacer parte de la investigación al Centro de Control y Prevención de Enfermedades en Atlanta (CDC), el cual tenía además experiencia de intercambios científicos de larga data con contrapartes cubanas.
Desde enero hasta mediados del año 2017 los funcionarios de la embajada estadounidense en La Habana solicitaron una amplia cantidad de visas para que viajaran a la Isla familiares cercanos, o amigos y también cubrieron los procedimientos para viajar a otras provincias cubanas en plan turístico en innumerables ocasiones. Este comportamiento no se correspondía con la actitud de un grupo humano que está sometido a hostigamiento externo alguno.
En los encuentros privados de carácter diplomático los funcionarios estadounidenses tanto en Washington como en La Habana utilizaban el término “ataques” para referirse a los hechos inexplicables, mientras que sus contrapartes cubanas alertaban contra conclusiones precipitadas y urgían sobre la entrega de pruebas concretas una y otra vez.
Toda la limitada información que se trasladó a la parte cubana por el canal diplomático parecía diseñada para inducir a error y documentar supuestos hechos imprecisos. En una ocasión fue un mapa a pequeña escala de la ciudad de La Habana con grandes puntos rojos en distintas locaciones, que no permitían precisar el lugar exacto donde podría haber tenido lugar el hecho que se narraba. En otra fueron grabaciones de sonidos extraños que al ser medidos y comparados con otros registros indicaban que correspondían al zumbido de insectos comunes en la Isla.
Después de que el servicio de seguridad diplomática cubana acordara con la embajada estadounidense un mecanismo para alertar en tiempo real a las autoridades sobre la ocurrencia de los incidentes, en varias ocasiones el mismo no fue utilizado y en otras la información llegó de forma muy tardía.
El Departamento de Estado se limitaba a una escueta línea de mensajes: algo había sucedido en La Habana y la parte cubana debía explicarlo, aún sin ellos decir exactamente qué era lo que había ocurrido. En términos deportivos era lo más parecido a practicar tiro contra un blanco en movimiento.
El gobierno estadounidense comenzó entonces a transferir desde La Habana a un grupo de funcionarios estadounidenses y sus familiares, que de forma paradójica hicieron pública su incomprensión con la medida y su deseo de retornar a sus puestos. Es decir, esta masa no compartía la teoría de los ataques, o al menos los consideraba de tan relativa importancia que se podían permitir el lujo de regresar. No obstante, se les negó tal posibilidad y la mayoría fue reubicada en poco espacio de tiempo en otras funciones.
En el mes de agosto, con el mismo nivel de imprecisión con que había sido tratado el tema hasta el momento, la noticia saltó a los medios de prensa estadounidenses. Meses después otro periodista acuñaba el término de un supuesto síndrome asociado con el nombre de la capital cubana y disciplinadamente armaron teorías y especulaciones, a partir de declaraciones y supuestas filtraciones, intencionalmente inexactas y sensacionalistas, de diversas fuentes oficiales federales.
Cuando se revisan los reportes de prensa de aquellos días, se puede apreciar que la información sobre los supuestos ataques fluyó al público estadounidense a través de periodistas específicos de medios señalados, el resto solo hacía eco sin formular preguntas incómodas, o cuestionar la historia oficial. Funcionarios cubanos localizaron y hablaron con los directivos de tales medios, los cuales no pudieron desmentir nunca que sus periodistas estuvieran siendo utilizados por fuentes no identificadas del gobierno de Estados Unidos que contribuían a crear más confusión y no a buscar una explicación. Tampoco pudieron justificar la reiteración periódica al tema, a pesar de que no había nada nuevo que informar.
Se especuló sobre supuestas armas utilizadas en los ataques que generaban sonidos u ondas, de las que no existen registros de fabricantes, planos o huellas. Se les adjudicaban a aquellas capacidades que no están probadas ni demostradas por la ciencia.
A falta de consenso sobre una posible “arma homicida”, se habló entonces de posibles comisores de los ataques, que sin que nadie documentase que existieran, pudieron realizar funcionarios cubanos “disidentes” que, por cierto, no ganaban absolutamente nada con dañar la relación bilateral o actores de terceros países. La disidencia real en todo caso radicaba en Washington, entre aquellos que querían revertir la política del Presidente Barack Obama hacia Cuba y estaban muy necesitados de un buen argumento, tangible o no, para comenzar a tomar medidas que garantizaran el proceso de regresión.
Al poco tiempo una parte importante del público estadounidense creía tanto en los “ataques sónicos” como en que los McDonalds y la Coca Cola son alimentos saludables.
Fue Cuba y no Estados Unidos la que solicitó una reunión de Cancilleres para ventilar el asunto, que se celebró en Washington el 26 de septiembre del 2017. En la misma fue evidente que el máximo nivel del Departamento de Estado no estaba informado de los detalles de las investigaciones que había conducido el FBI en La Habana.
Llamaba la atención que el entonces Secretario Rex Tillerson, ex ejecutivo de más alto rango en la Exxon Mobile, empresa donde se gastan millones de dólares en la búsqueda de combustibles fósiles solo si hay evidencia dura y pura de que está situado en lechos específicos, procedió a dañar la relación bilateral con Cuba sin ninguna prueba material.
En aquella visita a Washington DC el Canciller cubano presentó sus argumentos en el Congreso de la Unión ante ocho senadores y el liderazgo de la minoría de la Cámara de Representantes y sus contrapartes agradecieron el intercambio. El Congreso había celebrado hasta esa fecha (y lo hizo después) varias audiencias privadas sobre el tema, pero absolutamente en ninguna de ellas se ofrecieron desde el gobierno datos útiles, ni siquiera bajo el velo del secreto legislativo más hermético.
Desde el Capitolio el Canciller partió hacia el Club Nacional de Prensa, donde se reunió con lo más destacado del grupo de los reporteros estadounidenses que cubrían la política exterior. El Ministro cubano hizo entonces una larga lista de preguntas sobre las inconsistencias del caso que permanecen sin respuesta hasta hoy. El impacto de su presentación en la prensa estadounidense sin embargo fue marginal.
En sucesivos intercambios posteriores, el Departamento de Estado reconoció que no tenía información de precondiciones médicas de sus diplomáticos antes de partir hacia Cuba, o a otros destinos, por lo que no podía afirmar, ni descartar, que síntomas presentados por varios funcionarios recién llegados (que fueron disímiles) a La Habana no tuvieran causa en un padecimiento que sufrían desde antes.
Pero el Departamento de Estado necesitaba darle algún velo de credibilidad a tanta inconsistencia y finalmente apareció un artículo en el Journal of the American Medical Association (JAMA) que aunque fue redactado para darle un matiz científico a la acusación contra Cuba, agregaba sin embargo más dudas a lo ya dicho y no planteaba ninguna tesis concluyente. La parte cubana no tuvo siquiera que ponerlo en tela de juicio, porque se encargó de ello la propia Junta Editorial de la publicación que en la misma edición se distanció del texto.
Como Cuba seguía solicitando insistentemente un encuentro entre científicos de ambas partes para analizar el tema, el Departamento de Estado solo accedió en el 2018 a que un grupo de funcionarios de tal agencia recibiera a una delegación oficial cubana. Esta última presentó todas las inconsistencias que encontraba en el caso, mientras que la parte estadounidense ripostó siempre con oraciones extraídas del artículo de JAMA. No obstante, en una muestra de solidez profesional poco común para la época, los empleados estadounidenses sí dejaron claro que nunca propusieron al liderazgo de la agencia federal referirse a los hechos en cuestión como ataques.
Los expertos cubanos propiciaron en aquella oportunidad por su propia cuenta un encuentro a título personal con renombradas contrapartes de Estados Unidos en especialidades afines al caso, desde neurología hasta psiquiatría. Hubo coincidencia total en el enfoque de ambas partes. A falta de encontrar una sede que acogiera una conferencia de prensa para presentar los resultados del debate, la Embajada de Cuba convocó a líderes de medios de prensa que habían seguido el tema durante largos meses. Hubo un intercambio animado de preguntas y respuestas al respecto, los periodistas escribieron sus despachos, pero sus editores respectivos no consideraron que el contenido era noticioso ese día. Poco se publicó.
En este punto quizás valga la pena relacionar solo algunos de los cuestionamientos que científicos y observadores de diversos países (no solo los cubanos) hicieron desde temprano a la primera versión oficial estadounidense de los hechos:
Collen G. Le Prell, directora del programa de audiología de la Universidad de Texas: “la comunidad de audiólogos se pregunta cuál podría ser la causa de los síntomas descritos en estos casos pues nadie tiene una buena explicación para ello” (…) “la aparición repentina de pérdida de la audición sin que exista una fuente audible, es muy inusual”. (Newsweek 29 de agosto del 2017)
Andrew Oxenham, psicólogo del Laboratorio de Percepción y Cognición Auditiva de la Universidad de Minnesota: “no puedo explicarme que la enfermedad y la pérdida de la audición estén relacionadas con un sonido… no hay forma que un dispositivo acústico cause daño auditivo usando sonidos inaudibles. No se puede estimular el oído interno de una manera que podría causar daño” (Buzz Feed News, 30 de agosto del 2017)
James Jauchem, biólogo y científico retirado que investigó los efectos biológicos de la energía acústica en el laboratorio de investigaciones de la Fuerza Área de EE.UU.: “no se conocen los elementos que tienen los investigadores para declarar que se trata de un arma acústica” (The Verge, 16 de septiembre del 2017)
Joe Pompei, ex investigador del Massachussetts Institute of Technology, fundador y presidente de Holosonics: “Nunca ha habido ningún tipo de respuesta fisiológica que refleje los síntomas que se han informado causados por ondas de sonido de cualquier tipo” (Business Insider, 29 de septiembre del 2017)
Jurgen Altmann, físico de la Technische Universitat Dortmund en Alemania: "Diría que es bastante inverosímil”, “No conozco efecto acústico alguno que pueda causar síntomas de conmoción cerebral". (The New York Times, 5 de octubre del 2017)
Jun Qin, ingeniero acústico de la Southern Illinois University: “El sonido a través del aire no puede sacudir tu cabeza". “Los ultrasonidos no pueden viajar una larga distancia” (The New York Times, 5 de octubre del 2017)
Adam Rogers, periodista de la publicación Wired, especializada en temas tecnológicos señaló: “Las aventuras del encuentro entre 007 y los Expedientes X en Cuba continúan” (Wired, 5 de octubre del 2017)
La relación de opiniones similares era interminable y continúa siéndolo 4 años después. Llegó un momento en que los creadores del síndrome saltaron de la explicación sónica de los ataques, porque se hacía insostenible, a la especulación sobre las microondas que igualmente ha sido insostenible desde la ciencia.
El ya acuñado “Síndrome de La Habana” fue un argumento útil para Estados Unidos ante su propia opinión pública y ante terceros para justificar el cierre de los servicios consulares de su embajada en la capital cubana, descontinuar allí los servicios de inmigración y ciudadanía, reducir la presencia diplomática cubana en Washington, emitir alertas de viaje a Cuba, reducir el flujo de visitantes con ese destino, poner en tela de juicio el compromiso de las autoridades cubanas respecto a la seguridad en su territorio para diplomáticos extranjeros.
¿Pero qué ganaba Cuba en caso de que realmente hubiera hostigado de alguna manera a los funcionarios estadounidenses? ¿Alguien en su sano juicio puede considerar que las autoridades cubanas deseaban una regresión en la relación bilateral que adicionalmente condujera a nuevas medidas de bloqueo?
No había un crímen, ni víctimas, ni evidencia, ni arma homicida, pero tampoco móvil. Entonces, ¿en qué se basó la acusación lanzada a los cuatro vientos contra Cuba durante meses?
Ya retirado Tillerson del Departamento de Estado, el nuevo Secretario Mike Pompeo quiso cubrir las formas de cierta manera expresando: “la naturaleza precisa de las lesiones sufridas por el personal afectado, y si existe una causa común para todos los casos, aún no se ha establecido”. Pero Pompeo venía de dirigir la CIA, la agencia a la que pertenecían la mayoría de los que insistían en que fueron atacados.
Durante algunos meses los supuestos ataques parecieron ser un tema bilateral entre Estados Unidos y Cuba y, si se hacía referencia a algún tercero, era en términos de “alguna potencia interesada en dañar a los funcionarios estadounidenses”, que producto de nuevas especulaciones fue identificada como Rusia.
Sin embargo, la narrativa oficial estadounidense dio un giro inesperado cuando una funcionaria de aquel país se acogió a los síntomas del síndrome, un poco lejos del Caribe, en China (abril del 2018). De forma curiosa, no se registraron excesos en la conducta del Departamento de Estado y no se tomaron contra la nación asiática ninguna de las medidas registradas en el caso de Cuba, todavía en vigor. Aunque otros funcionarios destacados en el mismo país pretendieron sumarse a la epidemia de ataques, la versión oficial solo registró a una y al poco tiempo ya no estaba en titulares.
Más inverosímil aún se hizo la historia cuando dos personas diferentes fueron registradas bajo los síntomas del “Síndrome de La Habana” en territorio estadounidense en abril del 2021 y con posterioridad se sumaron otros funcionarios estadounidenses destacados en Alemania y Austria a la altura de agosto del 2021. En estos hechos Washington no le reclamó a Berlín o Viena (ni a sí mismo) seguridades adicionales para el confort de sus nacionales, ni se redujo el flujo de visitantes nacionales en aquellos destinos.
Si eran ciertas todas las especulaciones que se tejieron respecto a Cuba, ¿cómo se explicaba ahora que un poder maligno se moviera por medio mundo, incluida la capital estadounidense, con un “arma” que se calculaba que debía ser del tamaño de un tanque de guerra, que tendría que emitir un sonido lo suficientemente intenso como para provocar un daño cerebral, con una capacidad direccional tan perfeccionada que impactara solo a personas seleccionadas y no a las que se movían a escasos metros del objetivo?
Y sucedió lo inevitable, la teoría que fue creada para dañar las relaciones con un país extranjero fue utilizada por las supuestas víctimas para presentar ante los tribunales estadounidenses demandas judiciales bajo la acusación de que el Departamento de Estado y otras agencias no protegieron adecuadamente a sus asalariados. El cazador terminó cazado.
En todo este tiempo Cuba ha observado una actitud de total apego a la ciencia, compartiendo las opiniones y análisis de los expertos cubanos que analizan y han estudiado e intercambiado con la información limitada disponible y ofreciendo cooperación sin lanzar especulaciones sin sustento. Sin embargo, después de enfrentar en solitario durante un largo período las únicas medidas punitivas que Washington implementó por la ocurrencia de los “ataques”, hay derecho a pensar en algunas generalizaciones.
Los funcionarios-víctimas en su mayoría no son diplomáticos, sino que están vinculados a agencias de inteligencia estadounidenses. Los mismos compartieron no sólo espacios físicos y aislados en las embajadas de su país en el exterior, sino también tecnología específica en sus lugares de trabajo, así como hábitos, condiciones y exigencias comunes que los obligaron seguramente a enfrentar una alta tensión psíquica y emocional.
Bien valdría la pena que las agencias estadounidenses emplearan más tiempo en una visión introspectiva y, si no estuvieran dispuestas a hacerlo, al menos mostraran una actitud más coherente al enfrentar el problema en su conjunto. De no ser posible nada de esto, cabría esperar que rectificaran un modo de hacer que heredaron de una administración anterior, implementado con el franco propósito de provocar un retroceso irreversible en la relación bilateral con Cuba.
Gracias a la labor profesional de desclasificación de la organización estadounidense National Security Archives, en febrero del 2021 fueron publicados tres informes sobre lo que se denominado “Síndrome de La Habana” redactados por el Departamento de Estado, el Centro para la Prevención y el Control de Enfermedades y las Academias Nacionales de Ciencias, Ingeniería y Medicina de los EEUU. En todos ellos se reflejó lo sucedido en relación con este tema durante los años de Trump: la falta de cooperación de las agencias empleadoras de los afectados con los que realizaron las investigaciones, inexistente acceso a los implicados, decisiones precipitadas por motivaciones políticas y ausencia de una teoría que explicara la atribución de síntomas diversos a una causa común.
En particular, el informe mencionado del Departamento de Estado sugirió que la decisión de Donald Trump de desmantelar la embajada de La Habana a principios de 2018, como reacción a unos supuestos “ataques sónicos” contra su personal diplomático, fue una “respuesta” política plagada de mala gestión, falta de coordinación e incumplimiento de las normativas. El mismo texto reveló que el exmandatario tomó la decisión de reducir el 60% del personal consular en La Habana y desactivar el funcionamiento de la embajada, sin tener prueba alguna de que Cuba estuviera detrás de los misteriosos problemas de salud que afectaron a sus funcionarios.
Textualmente el informe planteó: “La decisión de reducir el personal en La Habana no parece haber seguido los procedimientos estándar del Departamento de Estado y no fue precedida ni seguida por ningún análisis formal de los riesgos y beneficios de la presencia física continuada de los empleados del Gobierno estadounidense en La Habana”.
A confesión de partes, relevo de pruebas.
Estaremos de acuerdo en que la próxima vez que alguien exija obligaciones de paternidad, debe mostrar primero las evidencias de un embarazo, o al menos no acudir a posturas extremas.
*Director del Centro de Investigaciones de Política Internacional - La Habana - Cuba
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