La izquierda frente a la secesión
Las identidades son consustanciales a la vida política y social pero hay que aprender a atar en corto los sentimientos que despiertan las identidades y construir diques de racionalidad para canalizarlas en un sentido emancipatorio de justicia y solidaridad
El PAÍS Armando Fernández Steinko 31 de octubre de 2017
Banderas esteladas, durante la manifestación del jueves de los estudiantes en Barcelona. Juan Carlos Cardenas (EFE)
El proceso secesionista catalán está liderado por tres grupos sociales: por los empleados de origen catalanoparlante vinculados a la Administración autonómica; por los (pequeños) empresarios venidos a menos con la crisis o que no han podido resistir la competencia europea, como es el caso de la familia del propio Artur Mas; y por las clases medias tradicionalistas vinculadas a los territorios de antigua adscripción carlista, y que han sido fuertemente beneficiados por la política de subvenciones de los gobiernos de Pujol. Es gente de orden poco dada a aventuras políticas, pero su ideario político forma parte de uno más general que se fue configurando en amplias zonas de Europa con la radicalización de las políticas neoliberales. Está fuertemente implantado en la derecha alemana pero también en la de los tigres exportadores austríacos, finlandeses, en la de las regiones del norte de Bélgica e Italia, y naturalmente también en la de los Países Bajos.
En dicho ideario, el territorio, entendido como unidad muy cohesionada cultural, identitaria e institucionalmente, tiene que competir duro frente a otros territorios para alcanzar saldos comerciales positivos y atraer inversiones. Este discurso del chauvinismo del bienestar, que sólo en su versión más conservadora tiene un componente étnico, puede degenerar en ultraderecha pero no es necesario que lo haga. Las países del sur de Europa, pero también sus propias regiones deprimidas —el este de Alemania, el Mezzogiorno italiano, la región belga de Valonia— son percibidos como lastres fiscales por los que prefieren no tener que sentir solidaridad alguna con el fin de preservar el propio bienestar. El ala conservadora y liberal del independentismo catalán mira a través de un filtro como este: el “Estado español”, un artificio culturalmente ajeno, es un lastre del que hay que desprenderse para poder convertirse en la Finlandia del Mediterráneo. De ahí a pedir la secesión sólo hay un pequeño paso.
Para los sectores conservadores esta forma de pensar no representa un escollo ideológico insalvable pero las izquierdas incurren en contradicciones importantes para salvar su discurso independentista. Estas últimas tienen dos ramas principales y una tercera que no acaba de engrosar, lo cual provoca fuertes quebraderos de cabeza entre los sectores que lideran el procés. La primera son las clases medias instruidas y progresistas, la vieja gauche divine que es la que se inventó lo del “Estado español”, que en los años ochenta cambió el discurso social por la causa identitaria, y que representó la rama soberanista del PSC —en menor medida también la la del PSUC— hasta que ambos partidos saltaran por los aires. La segunda son los hijos radicalizados de las clases medias conservadoras de origen carlista que forman el sector mayoritario y más identitario de las CUP, y que tienen en mente un igualitarismo semirrural, similar al de la antigua Herri Batasuna en Euskadi. A estos dos grupos se suma una parte —más bien pequeña— de las clases obreras y populares sin origen catalanoparlante dispuestas a sacrificar su identidad heterodoxa a cambio se subirse al carro de un territorio pujante que promete ser la Finlandia del Mediterráneo, y que incluiría un Estado de bienestar altamente desarrollado. Estos últimos son minoritarios dentro del bloque independentista pero sus ideas no son despreciables pues están muy implantadas entre una parte de la emigración de las regiones ricas de Europa, emigración que se une a los autóctonos en su lucha territorial contra los pobres del sur con la esperanza de beneficiarse de un sistema de bienestar desarrollado.
Sin estas dos ramas y media de la izquierda el secesionismo no sobrepasaría nunca el 25% de la población catalana. El grueso de las clases obreras y populares catalanas no participan del proyecto, bien porque se niegan a tener que elegir entre dos identidades sea cual sea la retórica democrática que las envuelva, bien porque sospechan, con razón, que los señoritos de Barcelona se volverán a olvidar de ellos una vez reciban sus votos para hacerse con el poder.
Mientras el secesionismo liberal-conservador tiene un discurso ideológicamente coherente desde el punto de vista de sus propios valores, el discurso de la izquierda secesionista contradice los suyos. Además, esta última adopta una actitud escapista en el momento de abordar las más que previsibles consecuencias de su arriesgada apuesta. Para empezar, el discurso del “derecho a decidir” fuerza a elegir entre dos identidades, violentando la realidad cultural de una parte sustancial de la población catalana y española en general. Por trasfondo familiar, por experiencia laboral y personal, pero también porque las identidades tienden a ser cada vez más mixtas en todo el mundo, el tener que “decidir” entre dos de ellas no es percibido como derecho sino como un artificio impuesto por los que quieren liquidar las identidades mixtas.
Las justificadas críticas de la izquierda contra las políticas antisolidarias que practican los tigres exportadores europeos para con los territorios del sur son, en segundo lugar, también irreconciliables con la negativa de los secesionistas de izquierdas —aunque también de los confederalistas de En Comú Podem— a participar en la construcción de un país de países territorialmente solidario y culturalmente heterodoxo similar a la que, desde una posición de izquierdas, intentan defender para el conjunto de Europa. Es irremediablemente contradictorio criticar a Merkel y a Schäuble, implicarse en la cooperación con el Tercer Mundo y pedir una redistribución que vaya del norte al sur, pero negarse, al mismo tiempo, a participar en la construcción de una caja común para que los niños extremeños y canarios puedan tener sus escuelas.
La zona más opaca de las izquierdas secesionistas es su negativa a abordar con frialdad las consecuencias de un proceso de secesión, especialmente si este no ha sido pactado. Se niegan a visualizar las consecuencias políticas e ideológicas de un enfrentamiento prolongado con España y de una dinámica radical de afirmación nacional para la dinámica social dentro de la propia Cataluña. Se niegan a abrir los ojos a las consecuencias sociales que tendrán para las clases catalanas menos favorecidas las políticas destinadas a atraer inversiones y a evitar la descapitalización, políticas que obligarían a bajar salarios y a reducir gasto público para favorecer a los inversores internacionales. Se niegan a enfrentarse políticamente al ambiente que va a generar la tergiversación continuada de la historia a la que se verán sometidas varias generaciones en el contexto de una dinámica persistente de reafirmación nacional: el ejemplo polaco y el de otros países del este de Europa es extremo pero extrapolable. Narcotizados por el cebo del “derecho a decidir” prefieren no abordar el coste de los ciclópeos intentos que va a exigir el reconocimiento internacional y que obligará a establecer alianzas antinaturales para conseguirlo, alianzas que desmontarían de lleno los apoyos a causas justas como la el derecho de los palestinos a un Estado propio en paz con sus vecinos. Se niegan, tanto ellos como no pocos izquierdistas del resto de España, a abrir los ojos al efecto multiplicador que tendría la dinámica independentista en toda España, incluidos el intento del nuevo Estado catalán de incorporar al País Valenciá y Baleares a su territorio y zona de influencia, así como el reforzamiento de la agenda nacional en otras regiones como Euskadi, Navarra, o Baleares, pero también en otras muchas regiones de Europa que se verán estimuladas a radicalizar su discurso identitario siguiendo el ejemplo catalán.
Se niegan a ver, además, que el fenómeno estatal es distinto a principios del siglo XX que a principios del siglo XXI. Las izquierdas critican con razón las políticas occidentales de las últimas décadas destinadas a romper Estados díscolos, muchos de ellos laicos, con el fin de ganar influencia en determinadas zonas estratégicas del mundo e iniciar procesos de nation building inspirados en recetas neoliberales. Pero no quieren ver que su proyecto de fragmentación del Estado español —aquí sí procede llamarlo así— generaría una dinámica muy similar de debilitamiento de todos los espacios públicos tanto al norte como al sur del Ebro. Sea cual sea la retórica izquierdista de los que sueñan con una República Catalana envuelta en valores progresistas, lo cierto es que lo público sufrirá necesariamente un retroceso generalizado con el fin de atraer inversiones y reconstruir un tejido económico roto, máximo teniendo en cuenta que su ingreso en la Unión Europea va a ser mucho más improbable de lo que muchos quieren hacerle ver a los despistados.
El antiestatismo español se nutre de la tradición de los movimientos anarquistas del siglo XIX fuertemente implantados en Cataluña, movimientos que fueron una respuesta a un Estado liberal y autoritario que no mostraba sensibilidad alguna por las necesidades de las clases subalternas. El antiestatismo de izquierdas, que enlaza con la idea de la autodeterminación que ahora las derechas independentistas utilizan como cebo para ganar a las izquierdas para su causa, fue una respuesta lógica a los Estados autoritarios del este de Europa para con algunas de sus minorías tras la I Guerra Mundial. Pero extrapolar aquella realidad, en la que los viejos Estados resultaban inservibles para la modernización y los anhelos de democracia y justicia social, a la situación actual en la que los Estados son los únicos actores con capacidad de hacerle frente a las grandes corporaciones, a los mercados financieros o a los retos para la seguridad de las personas, etcétera, es un error fatal.
Es verdad: el pacto de la Transición con el posfranquismo permitió el traslado de no pocas estructuras, hábitos, identidades y tradiciones del pasado dictatorial al nuevo Estado democrático en España; es verdad que ahí está una de las causas del desbarajuste identitario en el que se ha convertido el país. Pero convertir el Estado español en algo comparable a la Rusia de los zares o al Estado franquista con el fin de legitimar su liquidación a principio del siglo XXI, en un momento en el que las clases más desfavorecidas sólo disponen de las instituciones públicas para hacer valer sus intereses frente a los poderes económicos y financieros, no sólo es hacer una lectura fantasiosa de la historia del siglo XX, sino cometer otro enorme error político de consecuencias imprevisibles para todo lo que defiende la izquierda en España y en Europa en general.
Las izquierdas, incluidas las independentistas, deberían arrostrar estos escenarios con valentía, frialdad y objetividad. Las identidades políticas son consustanciales a la vida política y social pero la izquierda tiene que aprender a atar en corto los sentimientos que despiertan las identidades y construir diques de racionalidad para canalizarlas en un sentido emancipatorio de justicia y solidaridad. Si no se canalizan los sentimientos pueden generar desastres colectivos como los que conocemos del siglo XX europeo mucho antes de que se pueda reaccionar para impedirlo
Armando Fernández-Steinko es catedrático habilitado de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid.
En dicho ideario, el territorio, entendido como unidad muy cohesionada cultural, identitaria e institucionalmente, tiene que competir duro frente a otros territorios para alcanzar saldos comerciales positivos y atraer inversiones. Este discurso del chauvinismo del bienestar, que sólo en su versión más conservadora tiene un componente étnico, puede degenerar en ultraderecha pero no es necesario que lo haga. Las países del sur de Europa, pero también sus propias regiones deprimidas —el este de Alemania, el Mezzogiorno italiano, la región belga de Valonia— son percibidos como lastres fiscales por los que prefieren no tener que sentir solidaridad alguna con el fin de preservar el propio bienestar. El ala conservadora y liberal del independentismo catalán mira a través de un filtro como este: el “Estado español”, un artificio culturalmente ajeno, es un lastre del que hay que desprenderse para poder convertirse en la Finlandia del Mediterráneo. De ahí a pedir la secesión sólo hay un pequeño paso.
Para los sectores conservadores esta forma de pensar no representa un escollo ideológico insalvable pero las izquierdas incurren en contradicciones importantes para salvar su discurso independentista. Estas últimas tienen dos ramas principales y una tercera que no acaba de engrosar, lo cual provoca fuertes quebraderos de cabeza entre los sectores que lideran el procés. La primera son las clases medias instruidas y progresistas, la vieja gauche divine que es la que se inventó lo del “Estado español”, que en los años ochenta cambió el discurso social por la causa identitaria, y que representó la rama soberanista del PSC —en menor medida también la la del PSUC— hasta que ambos partidos saltaran por los aires. La segunda son los hijos radicalizados de las clases medias conservadoras de origen carlista que forman el sector mayoritario y más identitario de las CUP, y que tienen en mente un igualitarismo semirrural, similar al de la antigua Herri Batasuna en Euskadi. A estos dos grupos se suma una parte —más bien pequeña— de las clases obreras y populares sin origen catalanoparlante dispuestas a sacrificar su identidad heterodoxa a cambio se subirse al carro de un territorio pujante que promete ser la Finlandia del Mediterráneo, y que incluiría un Estado de bienestar altamente desarrollado. Estos últimos son minoritarios dentro del bloque independentista pero sus ideas no son despreciables pues están muy implantadas entre una parte de la emigración de las regiones ricas de Europa, emigración que se une a los autóctonos en su lucha territorial contra los pobres del sur con la esperanza de beneficiarse de un sistema de bienestar desarrollado.
Sin estas dos ramas y media de la izquierda el secesionismo no sobrepasaría nunca el 25% de la población catalana. El grueso de las clases obreras y populares catalanas no participan del proyecto, bien porque se niegan a tener que elegir entre dos identidades sea cual sea la retórica democrática que las envuelva, bien porque sospechan, con razón, que los señoritos de Barcelona se volverán a olvidar de ellos una vez reciban sus votos para hacerse con el poder.
Mientras el secesionismo liberal-conservador tiene un discurso ideológicamente coherente desde el punto de vista de sus propios valores, el discurso de la izquierda secesionista contradice los suyos. Además, esta última adopta una actitud escapista en el momento de abordar las más que previsibles consecuencias de su arriesgada apuesta. Para empezar, el discurso del “derecho a decidir” fuerza a elegir entre dos identidades, violentando la realidad cultural de una parte sustancial de la población catalana y española en general. Por trasfondo familiar, por experiencia laboral y personal, pero también porque las identidades tienden a ser cada vez más mixtas en todo el mundo, el tener que “decidir” entre dos de ellas no es percibido como derecho sino como un artificio impuesto por los que quieren liquidar las identidades mixtas.
Las justificadas críticas de la izquierda contra las políticas antisolidarias que practican los tigres exportadores europeos para con los territorios del sur son, en segundo lugar, también irreconciliables con la negativa de los secesionistas de izquierdas —aunque también de los confederalistas de En Comú Podem— a participar en la construcción de un país de países territorialmente solidario y culturalmente heterodoxo similar a la que, desde una posición de izquierdas, intentan defender para el conjunto de Europa. Es irremediablemente contradictorio criticar a Merkel y a Schäuble, implicarse en la cooperación con el Tercer Mundo y pedir una redistribución que vaya del norte al sur, pero negarse, al mismo tiempo, a participar en la construcción de una caja común para que los niños extremeños y canarios puedan tener sus escuelas.
La zona más opaca de las izquierdas secesionistas es su negativa a abordar con frialdad las consecuencias de un proceso de secesión, especialmente si este no ha sido pactado. Se niegan a visualizar las consecuencias políticas e ideológicas de un enfrentamiento prolongado con España y de una dinámica radical de afirmación nacional para la dinámica social dentro de la propia Cataluña. Se niegan a abrir los ojos a las consecuencias sociales que tendrán para las clases catalanas menos favorecidas las políticas destinadas a atraer inversiones y a evitar la descapitalización, políticas que obligarían a bajar salarios y a reducir gasto público para favorecer a los inversores internacionales. Se niegan a enfrentarse políticamente al ambiente que va a generar la tergiversación continuada de la historia a la que se verán sometidas varias generaciones en el contexto de una dinámica persistente de reafirmación nacional: el ejemplo polaco y el de otros países del este de Europa es extremo pero extrapolable. Narcotizados por el cebo del “derecho a decidir” prefieren no abordar el coste de los ciclópeos intentos que va a exigir el reconocimiento internacional y que obligará a establecer alianzas antinaturales para conseguirlo, alianzas que desmontarían de lleno los apoyos a causas justas como la el derecho de los palestinos a un Estado propio en paz con sus vecinos. Se niegan, tanto ellos como no pocos izquierdistas del resto de España, a abrir los ojos al efecto multiplicador que tendría la dinámica independentista en toda España, incluidos el intento del nuevo Estado catalán de incorporar al País Valenciá y Baleares a su territorio y zona de influencia, así como el reforzamiento de la agenda nacional en otras regiones como Euskadi, Navarra, o Baleares, pero también en otras muchas regiones de Europa que se verán estimuladas a radicalizar su discurso identitario siguiendo el ejemplo catalán.
Se niegan a ver, además, que el fenómeno estatal es distinto a principios del siglo XX que a principios del siglo XXI. Las izquierdas critican con razón las políticas occidentales de las últimas décadas destinadas a romper Estados díscolos, muchos de ellos laicos, con el fin de ganar influencia en determinadas zonas estratégicas del mundo e iniciar procesos de nation building inspirados en recetas neoliberales. Pero no quieren ver que su proyecto de fragmentación del Estado español —aquí sí procede llamarlo así— generaría una dinámica muy similar de debilitamiento de todos los espacios públicos tanto al norte como al sur del Ebro. Sea cual sea la retórica izquierdista de los que sueñan con una República Catalana envuelta en valores progresistas, lo cierto es que lo público sufrirá necesariamente un retroceso generalizado con el fin de atraer inversiones y reconstruir un tejido económico roto, máximo teniendo en cuenta que su ingreso en la Unión Europea va a ser mucho más improbable de lo que muchos quieren hacerle ver a los despistados.
El antiestatismo español se nutre de la tradición de los movimientos anarquistas del siglo XIX fuertemente implantados en Cataluña, movimientos que fueron una respuesta a un Estado liberal y autoritario que no mostraba sensibilidad alguna por las necesidades de las clases subalternas. El antiestatismo de izquierdas, que enlaza con la idea de la autodeterminación que ahora las derechas independentistas utilizan como cebo para ganar a las izquierdas para su causa, fue una respuesta lógica a los Estados autoritarios del este de Europa para con algunas de sus minorías tras la I Guerra Mundial. Pero extrapolar aquella realidad, en la que los viejos Estados resultaban inservibles para la modernización y los anhelos de democracia y justicia social, a la situación actual en la que los Estados son los únicos actores con capacidad de hacerle frente a las grandes corporaciones, a los mercados financieros o a los retos para la seguridad de las personas, etcétera, es un error fatal.
Es verdad: el pacto de la Transición con el posfranquismo permitió el traslado de no pocas estructuras, hábitos, identidades y tradiciones del pasado dictatorial al nuevo Estado democrático en España; es verdad que ahí está una de las causas del desbarajuste identitario en el que se ha convertido el país. Pero convertir el Estado español en algo comparable a la Rusia de los zares o al Estado franquista con el fin de legitimar su liquidación a principio del siglo XXI, en un momento en el que las clases más desfavorecidas sólo disponen de las instituciones públicas para hacer valer sus intereses frente a los poderes económicos y financieros, no sólo es hacer una lectura fantasiosa de la historia del siglo XX, sino cometer otro enorme error político de consecuencias imprevisibles para todo lo que defiende la izquierda en España y en Europa en general.
Las izquierdas, incluidas las independentistas, deberían arrostrar estos escenarios con valentía, frialdad y objetividad. Las identidades políticas son consustanciales a la vida política y social pero la izquierda tiene que aprender a atar en corto los sentimientos que despiertan las identidades y construir diques de racionalidad para canalizarlas en un sentido emancipatorio de justicia y solidaridad. Si no se canalizan los sentimientos pueden generar desastres colectivos como los que conocemos del siglo XX europeo mucho antes de que se pueda reaccionar para impedirlo
Armando Fernández-Steinko es catedrático habilitado de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid.
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