La revolución que viene
Observatorio de la crisis Luis Britto García 9 de septiembre de 2021
Revolución: cambio fundamental en la base económica de un modo de producción que modifica la superestructura ideológica que lo expresa y consagra.
¿Ocurren cambios trascendentes en la infraestructura o base económica del mundo?
El 70% del producto interno bruto mundial corresponde actualmente al sector terciario, de administración, educación, investigación científica, finanzas, servicios, entretenimiento, turismo. Actividades de procesamiento y difusión de información “superestructurales” generan hoy la mayor parte de la producción.
El agente fundamental del cambio es una nueva herramienta: el computador o “máquina universal” de Alan Turing. Ésta es progresivamente encargada de ejecutar de manera automática tareas antes cumplidas por humanos, multiplicando exponencialmente la productividad. Ello a su vez altera las relaciones de producción: máquinas inteligentes sustituyen y dejan sin empleo una proporción cada vez mayor de trabajadores manuales e intelectuales. Se estima que en una década habrán reemplazado cerca de la mitad de los puestos de trabajo hoy existentes.
La automatización desplaza así grandes masas hacia el desempleo, la exclusión y la marginalidad. El trabajo a distancia favorece que la relación laboral sea sustituida por el trabajo a destajo, incluso en los oficios del sector terciario. Dentro del capitalismo, esto hará inviable la subsistencia para la gran mayoría de la población.
La herramienta informática asimismo promueve un cambio en la propiedad de los medios de producción. En el capitalismo industrial, el obrero no es dueño de la materia prima, de la fábrica ni del producto final. La masificación de las computadoras posibilita que, al igual que sucedía con el artesanado, el trabajador sea dueño tanto de la materia prima como de la herramienta para procesarla y del producto final, lo cual puede abrir paso a un nuevo modo de producción.
A pesar de esta posibilidad, la informatización ha acelerado la concentración del capital en un número cada vez menos de manos. Señala el Credit Suisse Research Institute que la mitad inferior de la población mundial es propietaria de menos de 1% de la riqueza total. Al mismo tiempo, el 10% más rico posee 88% de la riqueza mundial, y el 1% superior por sí solo es dueño de 50% de los activos globales. Cada crisis económica incrementa y acelera esta desigual distribución; la pandemia la ha profundizado aún más.
Proporcional a la concentración de la propiedad es la privación de ella para las mayorías trabajadoras. Durante el siglo pasado, algunos sistemas capitalistas desarrollados aplicaron políticas de inversión pública para paliar las crisis económicas, algunos empresariados concedieron a regañadientes derechos a sus trabajadores, ascendiéndolos de proletarios a estratos consumistas de ingresos medios.
Según predicó John Maynard Keynes, estas medidas eran indispensables para evitar el surgimiento de nuevos gobiernos socialistas. A partir de la disolución de la Unión Soviética, gobiernos y empresarios estimaron innecesarios paliativos para evitar la radicalización de las masas. Siguió la despiadada aplicación de medidas liberales, neoliberales y fondomonetaristas para rebajar drásticamente salarios, derechos laborales y gasto social.
Trabajadores y estratos medios de los países desarrollados están en la pauperización o al borde de ella. El capital desplazó sus empleos hacia maquilas en países del Tercer Mundo, con las condiciones de explotación laboral más voraces que se pueda imaginar, pero incluso estos empleos subpagados están a punto de ser sustituidos por maquinarias. Las protestas recurrentes de Ocupy Wall Street, los Indignados, los Chalecos Amarillos, los granjeros de la India, entre otras, son la respuesta mundial contra la victimización económica.
Gobiernos y medios han logrado disiparla mediante la represión y la postergación de soluciones. Pero siendo universal la pauperización, cabe esperar protestas cada vez mayores, más generalizadas y duraderas. No por nada algunos billonarios y las organizaciones que expresan sus intereses se han manifestado dispuestos a soportar discretos aumentos en la tributación que permitan aliviar la situación mundial de los desposeídos. No actúan por humanismo, sino para instalar válvulas de seguridad que desahoguen el peligroso exceso de presiones sociales.
El cambio social se da en tres modalidades. En la primera, los aparatos cognitivos de la superestructura perciben adecuadamente los cambios infraestructurales y adoptan oportunamente las adaptaciones requeridas. Es lo que llamamos Evolución.
En la segunda, los aparatos cognitivos se niegan a percibir los cambios infraestructurales, y persisten en sus estrategias tradicionales hasta que una confrontación, a menudo violenta, y parcialmente destructiva, obliga el cambio. Es lo que llamamos Revolución.
En la tercera modalidad, los aparatos cognitivos de la superestructura se han perfeccionado tanto en la falsificación de la realidad que el sistema permanece inalterado fueren cuales fueren los cambios que se operen, hasta que su incompatibilidad con los cambios necesarios produce un colapso generalizado. Es lo que llamamos Decadencia.
El problema del poder sobredeterminante que han adquirido las superestructuras del sector terciario consiste en que pueden pretender ignorar o disimular los cambios hasta que la totalidad del sistema colapse de manera catastrófica con costo inconmensurable y limitada capacidad de regeneración civilizatoria. Pensemos en la caída del Imperio Romano esclavista, que dio paso a un milenio de retraso feudal.
La información es el bien más valioso en esta época, y puede ser multiplicado sin costo de manera casi infinita para todos por máquinas que liberarán a los humanos del trabajo no creativo.
La resistencia del capitalismo trasnacional determinará cuál de los tres estilos de cambio abrirá paso al nuevo modo de producción. Hasta el presente, se ha resistido a adoptar cambios evolutivos. Sólo la Revolución, a pesar de su posible violencia, podrá ahorrar el costo de una catástrofe civilizatoria sin precedentes.
¿Ocurren cambios trascendentes en la infraestructura o base económica del mundo?
El 70% del producto interno bruto mundial corresponde actualmente al sector terciario, de administración, educación, investigación científica, finanzas, servicios, entretenimiento, turismo. Actividades de procesamiento y difusión de información “superestructurales” generan hoy la mayor parte de la producción.
El agente fundamental del cambio es una nueva herramienta: el computador o “máquina universal” de Alan Turing. Ésta es progresivamente encargada de ejecutar de manera automática tareas antes cumplidas por humanos, multiplicando exponencialmente la productividad. Ello a su vez altera las relaciones de producción: máquinas inteligentes sustituyen y dejan sin empleo una proporción cada vez mayor de trabajadores manuales e intelectuales. Se estima que en una década habrán reemplazado cerca de la mitad de los puestos de trabajo hoy existentes.
La automatización desplaza así grandes masas hacia el desempleo, la exclusión y la marginalidad. El trabajo a distancia favorece que la relación laboral sea sustituida por el trabajo a destajo, incluso en los oficios del sector terciario. Dentro del capitalismo, esto hará inviable la subsistencia para la gran mayoría de la población.
La herramienta informática asimismo promueve un cambio en la propiedad de los medios de producción. En el capitalismo industrial, el obrero no es dueño de la materia prima, de la fábrica ni del producto final. La masificación de las computadoras posibilita que, al igual que sucedía con el artesanado, el trabajador sea dueño tanto de la materia prima como de la herramienta para procesarla y del producto final, lo cual puede abrir paso a un nuevo modo de producción.
A pesar de esta posibilidad, la informatización ha acelerado la concentración del capital en un número cada vez menos de manos. Señala el Credit Suisse Research Institute que la mitad inferior de la población mundial es propietaria de menos de 1% de la riqueza total. Al mismo tiempo, el 10% más rico posee 88% de la riqueza mundial, y el 1% superior por sí solo es dueño de 50% de los activos globales. Cada crisis económica incrementa y acelera esta desigual distribución; la pandemia la ha profundizado aún más.
Proporcional a la concentración de la propiedad es la privación de ella para las mayorías trabajadoras. Durante el siglo pasado, algunos sistemas capitalistas desarrollados aplicaron políticas de inversión pública para paliar las crisis económicas, algunos empresariados concedieron a regañadientes derechos a sus trabajadores, ascendiéndolos de proletarios a estratos consumistas de ingresos medios.
Según predicó John Maynard Keynes, estas medidas eran indispensables para evitar el surgimiento de nuevos gobiernos socialistas. A partir de la disolución de la Unión Soviética, gobiernos y empresarios estimaron innecesarios paliativos para evitar la radicalización de las masas. Siguió la despiadada aplicación de medidas liberales, neoliberales y fondomonetaristas para rebajar drásticamente salarios, derechos laborales y gasto social.
Trabajadores y estratos medios de los países desarrollados están en la pauperización o al borde de ella. El capital desplazó sus empleos hacia maquilas en países del Tercer Mundo, con las condiciones de explotación laboral más voraces que se pueda imaginar, pero incluso estos empleos subpagados están a punto de ser sustituidos por maquinarias. Las protestas recurrentes de Ocupy Wall Street, los Indignados, los Chalecos Amarillos, los granjeros de la India, entre otras, son la respuesta mundial contra la victimización económica.
Gobiernos y medios han logrado disiparla mediante la represión y la postergación de soluciones. Pero siendo universal la pauperización, cabe esperar protestas cada vez mayores, más generalizadas y duraderas. No por nada algunos billonarios y las organizaciones que expresan sus intereses se han manifestado dispuestos a soportar discretos aumentos en la tributación que permitan aliviar la situación mundial de los desposeídos. No actúan por humanismo, sino para instalar válvulas de seguridad que desahoguen el peligroso exceso de presiones sociales.
El cambio social se da en tres modalidades. En la primera, los aparatos cognitivos de la superestructura perciben adecuadamente los cambios infraestructurales y adoptan oportunamente las adaptaciones requeridas. Es lo que llamamos Evolución.
En la segunda, los aparatos cognitivos se niegan a percibir los cambios infraestructurales, y persisten en sus estrategias tradicionales hasta que una confrontación, a menudo violenta, y parcialmente destructiva, obliga el cambio. Es lo que llamamos Revolución.
En la tercera modalidad, los aparatos cognitivos de la superestructura se han perfeccionado tanto en la falsificación de la realidad que el sistema permanece inalterado fueren cuales fueren los cambios que se operen, hasta que su incompatibilidad con los cambios necesarios produce un colapso generalizado. Es lo que llamamos Decadencia.
El problema del poder sobredeterminante que han adquirido las superestructuras del sector terciario consiste en que pueden pretender ignorar o disimular los cambios hasta que la totalidad del sistema colapse de manera catastrófica con costo inconmensurable y limitada capacidad de regeneración civilizatoria. Pensemos en la caída del Imperio Romano esclavista, que dio paso a un milenio de retraso feudal.
La información es el bien más valioso en esta época, y puede ser multiplicado sin costo de manera casi infinita para todos por máquinas que liberarán a los humanos del trabajo no creativo.
La resistencia del capitalismo trasnacional determinará cuál de los tres estilos de cambio abrirá paso al nuevo modo de producción. Hasta el presente, se ha resistido a adoptar cambios evolutivos. Sólo la Revolución, a pesar de su posible violencia, podrá ahorrar el costo de una catástrofe civilizatoria sin precedentes.