La Yugoslavia de Josip Broz Tito
EOM Pol Vila 20 de noviembre de 2018
La República Socialista de Yugoslavia sigue suscitando un gran interés tanto en el mundo académico como en el público general. Las razones no son pocas, desde la ruptura política con Stalin y la creación del Movimiento de Países No Alineados hasta la construcción de un Estado del bienestar, sin obviar la represión de los nacionalismos para mantener cierta armonía social. El mariscal Tito, héroe nacional para algunos, villano para otros, representaba el pilar fundamental del Estado. Su muerte abrió una profunda herida dentro de Yugoslavia que sería complicada de cerrar.
Tito y la bandera yugoslava. Fuente: stacjabalkany.pl
Yugoslavia —la ‘tierra de los eslavos del sur’— no fue una construcción artificial formada a finales de la Segunda Guerra Mundial (IIGM). Su Historia se remonta a la disolución de los Imperios otomano y austrohúngaro como consecuencia de la Primera Guerra Mundial. Fue entonces, en 1918, cuando el rey Pedro I de Serbia proclamó el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos. Después de once años de hostilidades entre los distintos pueblos que componían Yugoslavia, así como el desacuerdo sobre la forma de gobierno, el nuevo Estado pasó a llamarse oficialmente el Reino de Yugoslavia en 1929 bajo la dictadura del monarca Alejandro I de Yugoslavia, descendiente directo de Pedro I.
El Reino de Yugoslavia, denominación que se utilizaba de manera coloquial desde 1918, simbolizó la encarnación histórica de un ideal forjado a finales del siglo XIX, el yugoslavismo, por el cual todos los eslavos del sur que compartían una cultura se unirían bajo el mismo techo. La puesta en marcha de este Estado multicultural no fue nada sencilla. La dictadura de Alejandro I acrecentó el recelo entre croatas y serbios: los primeros cuestionaban el exceso de poder de los serbios en el nuevo reinado —encabezado por un serbio— y los segundos acusaban a los croatas de intentar romper Yugoslavia mediante un uso extremo del nacionalismo croata.
En este clima de tensión, agrandado tras el asesinato de Alejandro I por un nacionalista macedonio en 1934, el fin de la Yugoslavia monárquica no tardó en llegar. El aumento de las tensiones entre las distintas comunidades étnicas, así como sus demandas territoriales y la expansión de la Alemania nazi, desembocaron en la disolución en 1941. A pesar de la declaración de Estado neutral al comienzo de la IIGM, en abril de 1941 el ejército alemán bombardeó Belgrado. Días más tarde se proclamó el Estado Independiente de Croacia, satélite del III Reich, encabezado por el líder del movimiento Ustacha, Ante Pavelić. La Yugoslavia monárquica formaba ya parte de los libros de Historia; el sueño de los yugoslavistas subsistió escasamente 23 años.
Para ampliar: “The Kingdom of Serbians, Croatians and Slovenians (1918–1929) / the Kingdom of Yugoslavia (1929–1941): Emergence, Duration and End”, Latinka Perović, 2015
A partir de 1941, se desarrollaron en el antiguo territorio de Yugoslavia dos enfrentamientos trascendentales para el futuro de la región: la ocupación de Yugoslavia por las potencia del Eje, encabezadas por Alemania, Bulgaria e Italia, y una guerra civil para controlar el poder central. Sus principales exponentes, por su peso político, fueron el movimiento fascista Ustacha y la resistencia yugoslava —integrada por los partisanos comunistas liderados por Josip Broz Tito— y, en el otro bando, el movimiento monárquico yugoslavo y nacionalista serbio, los chetniks, capitaneados por el coronel Draža Mihajlović.
Después de cuatro años de contienda, que incluyeron luchas entre los distintos actores políticos, cambios en el apoyo de los Aliados y casi un millón de muertos, el 29 de noviembre de 1945 Tito se alzó en el poder. El mariscal se convirtió en primer ministro y proclamó la República Federativa Popular de Yugoslavia. Surgió entonces una nueva oportunidad para establecer un Estado multiétnico que descentralizase el poder político y apaciguase los nacionalismos. El sentimiento yugoslavista resurgía, pero tenía fecha de caducidad.
El Reino de Yugoslavia, denominación que se utilizaba de manera coloquial desde 1918, simbolizó la encarnación histórica de un ideal forjado a finales del siglo XIX, el yugoslavismo, por el cual todos los eslavos del sur que compartían una cultura se unirían bajo el mismo techo. La puesta en marcha de este Estado multicultural no fue nada sencilla. La dictadura de Alejandro I acrecentó el recelo entre croatas y serbios: los primeros cuestionaban el exceso de poder de los serbios en el nuevo reinado —encabezado por un serbio— y los segundos acusaban a los croatas de intentar romper Yugoslavia mediante un uso extremo del nacionalismo croata.
En este clima de tensión, agrandado tras el asesinato de Alejandro I por un nacionalista macedonio en 1934, el fin de la Yugoslavia monárquica no tardó en llegar. El aumento de las tensiones entre las distintas comunidades étnicas, así como sus demandas territoriales y la expansión de la Alemania nazi, desembocaron en la disolución en 1941. A pesar de la declaración de Estado neutral al comienzo de la IIGM, en abril de 1941 el ejército alemán bombardeó Belgrado. Días más tarde se proclamó el Estado Independiente de Croacia, satélite del III Reich, encabezado por el líder del movimiento Ustacha, Ante Pavelić. La Yugoslavia monárquica formaba ya parte de los libros de Historia; el sueño de los yugoslavistas subsistió escasamente 23 años.
Para ampliar: “The Kingdom of Serbians, Croatians and Slovenians (1918–1929) / the Kingdom of Yugoslavia (1929–1941): Emergence, Duration and End”, Latinka Perović, 2015
A partir de 1941, se desarrollaron en el antiguo territorio de Yugoslavia dos enfrentamientos trascendentales para el futuro de la región: la ocupación de Yugoslavia por las potencia del Eje, encabezadas por Alemania, Bulgaria e Italia, y una guerra civil para controlar el poder central. Sus principales exponentes, por su peso político, fueron el movimiento fascista Ustacha y la resistencia yugoslava —integrada por los partisanos comunistas liderados por Josip Broz Tito— y, en el otro bando, el movimiento monárquico yugoslavo y nacionalista serbio, los chetniks, capitaneados por el coronel Draža Mihajlović.
Después de cuatro años de contienda, que incluyeron luchas entre los distintos actores políticos, cambios en el apoyo de los Aliados y casi un millón de muertos, el 29 de noviembre de 1945 Tito se alzó en el poder. El mariscal se convirtió en primer ministro y proclamó la República Federativa Popular de Yugoslavia. Surgió entonces una nueva oportunidad para establecer un Estado multiétnico que descentralizase el poder político y apaciguase los nacionalismos. El sentimiento yugoslavista resurgía, pero tenía fecha de caducidad.
Extensión territorial de la antigua Yugoslavia a partir de 1946. Se pueden apreciar las seis repúblicas socialistas y las dos provincias autónomas serbias —Voivodina al norte y Kosovo al sur—. Fuente: Gameo
Los primeros pasos de la Yugoslavia socialista
A diferencia de otros jefes de Estado, en el epílogo de la IIGM, Tito se afianzó en el poder por su propio esfuerzo, sin depender demasiado de la ayuda extranjera, pero sabiendo negociar tanto con los Aliados como con el ejército soviético. Su éxito indudable se debió también a la capacidad de agrupar seguidores fieles de todas las comunidades. Sus oponentes, el movimiento Ustacha y los chetniks, eran en su mayoría grupos chauvinistas que exaltaban el ideal croata y serbio —respectivamente— y, por lo tanto, alienaban a grandes segmentos de la población. Tito, en cambio, hijo de una familia compuesta por croatas y eslovenos, ejemplificaba a la perfección el lema “Hermandad y unidad”, impuesto en el curso de la IIGM en referencia a la coexistencia de los distintos pueblos que habitaban Yugoslavia. El objetivo principal era la igualdad nacional dentro del ideal socialista; para ello, la contención de los nacionalismos fue esencial.
Después de las carnicerías étnicas en Yugoslavia en el marco de la IIGM, la tarea de apaciguar las relaciones entre los distintos pueblos se planteó ardua. Tito se erigió como un líder carismático que, bajo un Gobierno comunista con mano de hierro, consiguió limar las asperezas y levantar Yugoslavia de la decadencia anterior. El líder de los partisanos comenzó a cultivar una imagen personal narcisista que despertaba una ferviente devoción en sus seguidores. Para sus detractores, sin embargo, Tito siguió siendo un tirano, un asesino en serie, un antiserbio, un traidor a la patria croata.
Con la proclamación de la Yugoslavia socialista a finales de 1945 hasta las desavenencias políticas con Stalin en 1948, Tito implantó un régimen comunista totalitario muy similar al establecido en la Unión Soviética. El principal aliado durante estos años no era Occidente, sino la Rusia comunista de Stalin. La nueva Constitución yugoslava de 1946 miró con lupa la promulgada en Moscú en 1936 y estableció un sistema monopartidista representado por la Liga Comunista de Yugoslavia, partido que proclamó caudillo al mariscal Tito. En el ámbito económico, el país se rigió por los principios marxistas y los medios de producción devinieron parte de la propiedad estatal.
Con el fin de sortear futuras revueltas nacionalistas y en reprimenda por algunas de las acciones militares ocurridas durante la IIGM, el Gobierno de Tito emprendió una serie de purgas contra todos aquellos considerados como elementos hostiles al régimen. Se puso en marcha una caza de brujas contra el disidente que acabó con miles de muertos, incluidos colaboracionistas, instituciones religiosas —en especial, la Iglesia católica, que había participado activamente en las carnicerías de los Ustacha-- e integrantes de los chetniks serbios. Cabe destacar la ejecución por alta traición y crímenes de guerra del líder chetnik, Mihailović, así como la persecución y condena a 16 años de prisión del arzobispo de Zagreb, Alois Stepinac, por colaborar con el régimen Ustacha.
Aunque el Partido Comunista de Yugoslavia (PCY) reprimió y castigó estas corrientes nacionalistas que intentaban romper la nueva Yugoslavia, Tito concedió en los inicios ciertas medidas aperturistas para contentar a los pueblos. La Constitución de 1946 estructuró el poder político en una federación dividida en seis repúblicas —Eslovenia, Croacia, Bosnia y Herzegovina, Serbia, Montenegro y Macedonia-- y dos provincias autónomas dentro de Serbia —Voivodina y Kosovo—. El poder central, no obstante, era considerable. Estas concesiones, aunque suficientes por aquel entonces, pasaron a ser exiguas años más tarde.
Baile entre dos mundos
A pesar de tener como aliada principal a la Unión Soviética en los primeros años, Tito buscó siempre seguir su propia senda política dentro de la doctrina marxista. Durante la IIGM, Tito había tenido algunas desavenencias con Stalin, pero no fue hasta más adelante cuando las relaciones entre ambos quedaron francamente debilitadas. El desacuerdo se produjo principalmente por cuestiones de índole regional, aunque las personalidades de ambos líderes contribuyeron.
Los deseos de Tito de establecer una confederación balcánica junto con Bulgaria, Albania y Grecia no contentaron a Stalin, que recelaba del exceso de poder del mariscal en la región. Stalin discrepaba sobre las pretensiones yugoslavas en materia de política exterior, algo que ya había quedado plasmado anteriormente en la falta de apoyo en la ocupación de Trieste por el ejército yugoslavo y el respaldo de Tito a la insurgencia griega en 1945. Finalmente, la escisión entre los dos países se produjo en junio de 1948 con la cancelación de las relaciones comerciales y la decisión de Stalin de expulsar a Yugoslavia de la Kominform, organización para el intercambio de información entre los partidos comunistas.
La economía yugoslava quedó enormemente diezmada. El comercio total con la Unión Soviética pasó del 46% al 14% en cuestión de meses. Ante una posible debacle económica, Tito cambió su política exterior hacia Occidente y recibió una cantidad ingente de ayuda exterior, principalmente de Estados Unidos, país con el que incrementó el intercambio comercial. A raíz de estos acontecimientos, a principios de los 50 se produjo una apertura económica —que se tradujo en un repunte económico— por la que se modificó el sistema de producción comunista impuesto al término de la IIGM. Yugoslavia pasó a disfrutar de una época dorada en la década de 1950.
A diferencia de otros jefes de Estado, en el epílogo de la IIGM, Tito se afianzó en el poder por su propio esfuerzo, sin depender demasiado de la ayuda extranjera, pero sabiendo negociar tanto con los Aliados como con el ejército soviético. Su éxito indudable se debió también a la capacidad de agrupar seguidores fieles de todas las comunidades. Sus oponentes, el movimiento Ustacha y los chetniks, eran en su mayoría grupos chauvinistas que exaltaban el ideal croata y serbio —respectivamente— y, por lo tanto, alienaban a grandes segmentos de la población. Tito, en cambio, hijo de una familia compuesta por croatas y eslovenos, ejemplificaba a la perfección el lema “Hermandad y unidad”, impuesto en el curso de la IIGM en referencia a la coexistencia de los distintos pueblos que habitaban Yugoslavia. El objetivo principal era la igualdad nacional dentro del ideal socialista; para ello, la contención de los nacionalismos fue esencial.
Después de las carnicerías étnicas en Yugoslavia en el marco de la IIGM, la tarea de apaciguar las relaciones entre los distintos pueblos se planteó ardua. Tito se erigió como un líder carismático que, bajo un Gobierno comunista con mano de hierro, consiguió limar las asperezas y levantar Yugoslavia de la decadencia anterior. El líder de los partisanos comenzó a cultivar una imagen personal narcisista que despertaba una ferviente devoción en sus seguidores. Para sus detractores, sin embargo, Tito siguió siendo un tirano, un asesino en serie, un antiserbio, un traidor a la patria croata.
Con la proclamación de la Yugoslavia socialista a finales de 1945 hasta las desavenencias políticas con Stalin en 1948, Tito implantó un régimen comunista totalitario muy similar al establecido en la Unión Soviética. El principal aliado durante estos años no era Occidente, sino la Rusia comunista de Stalin. La nueva Constitución yugoslava de 1946 miró con lupa la promulgada en Moscú en 1936 y estableció un sistema monopartidista representado por la Liga Comunista de Yugoslavia, partido que proclamó caudillo al mariscal Tito. En el ámbito económico, el país se rigió por los principios marxistas y los medios de producción devinieron parte de la propiedad estatal.
Con el fin de sortear futuras revueltas nacionalistas y en reprimenda por algunas de las acciones militares ocurridas durante la IIGM, el Gobierno de Tito emprendió una serie de purgas contra todos aquellos considerados como elementos hostiles al régimen. Se puso en marcha una caza de brujas contra el disidente que acabó con miles de muertos, incluidos colaboracionistas, instituciones religiosas —en especial, la Iglesia católica, que había participado activamente en las carnicerías de los Ustacha-- e integrantes de los chetniks serbios. Cabe destacar la ejecución por alta traición y crímenes de guerra del líder chetnik, Mihailović, así como la persecución y condena a 16 años de prisión del arzobispo de Zagreb, Alois Stepinac, por colaborar con el régimen Ustacha.
Aunque el Partido Comunista de Yugoslavia (PCY) reprimió y castigó estas corrientes nacionalistas que intentaban romper la nueva Yugoslavia, Tito concedió en los inicios ciertas medidas aperturistas para contentar a los pueblos. La Constitución de 1946 estructuró el poder político en una federación dividida en seis repúblicas —Eslovenia, Croacia, Bosnia y Herzegovina, Serbia, Montenegro y Macedonia-- y dos provincias autónomas dentro de Serbia —Voivodina y Kosovo—. El poder central, no obstante, era considerable. Estas concesiones, aunque suficientes por aquel entonces, pasaron a ser exiguas años más tarde.
Baile entre dos mundos
A pesar de tener como aliada principal a la Unión Soviética en los primeros años, Tito buscó siempre seguir su propia senda política dentro de la doctrina marxista. Durante la IIGM, Tito había tenido algunas desavenencias con Stalin, pero no fue hasta más adelante cuando las relaciones entre ambos quedaron francamente debilitadas. El desacuerdo se produjo principalmente por cuestiones de índole regional, aunque las personalidades de ambos líderes contribuyeron.
Los deseos de Tito de establecer una confederación balcánica junto con Bulgaria, Albania y Grecia no contentaron a Stalin, que recelaba del exceso de poder del mariscal en la región. Stalin discrepaba sobre las pretensiones yugoslavas en materia de política exterior, algo que ya había quedado plasmado anteriormente en la falta de apoyo en la ocupación de Trieste por el ejército yugoslavo y el respaldo de Tito a la insurgencia griega en 1945. Finalmente, la escisión entre los dos países se produjo en junio de 1948 con la cancelación de las relaciones comerciales y la decisión de Stalin de expulsar a Yugoslavia de la Kominform, organización para el intercambio de información entre los partidos comunistas.
La economía yugoslava quedó enormemente diezmada. El comercio total con la Unión Soviética pasó del 46% al 14% en cuestión de meses. Ante una posible debacle económica, Tito cambió su política exterior hacia Occidente y recibió una cantidad ingente de ayuda exterior, principalmente de Estados Unidos, país con el que incrementó el intercambio comercial. A raíz de estos acontecimientos, a principios de los 50 se produjo una apertura económica —que se tradujo en un repunte económico— por la que se modificó el sistema de producción comunista impuesto al término de la IIGM. Yugoslavia pasó a disfrutar de una época dorada en la década de 1950.
Yugoslavia gozó de una posición privilegiada entre Occidente y el eje comunista durante la Guerra Fría. En la imagen, Tito, Winston Churchill y el ministro británico de Exteriores Anthony Eden. El mariscal fue el primer líder comunista en pisar suelo británico. Fuente: RFERL
En la esfera internacional, Yugoslavia se convirtió en una zona de amortiguamiento durante la Guerra Fría, ya que mantuvo una posición neutral entre el bloque occidental y el comunista. Este posicionamiento, junto con los deseos de Tito de buscar una identidad propia, llevó a la fundación en 1961 en Belgrado del Movimiento de Países No Alineados. Esta agrupación de Estados sentó las bases de un movimiento que condenó las injerencias internas, proclamó la coexistencia pacífica y reivindicó la neutralidad en el ámbito internacional.
Para ampliar: “La Conferencia de Bandung, el nacimiento del altermundismo”, Fernando Rey en El Orden Mundial, 2016
A pesar de la reconciliación con Nikita Kruschev en 1955, Tito nunca llegó a confiar en la Unión Soviética; hasta su muerte, temió una intervención en Yugoslavia. A raíz de la escisión con Stalin, el régimen puso en funcionamiento una represión a gran escala no solo contra los estalinistas del PCY, sino contra todos aquellos que no compartiesen el mismo dogma. El Servicio de Seguridad yugoslavo, dirigido con mano dura por Aleksandar Ranković, no tuvo nada que envidiar a otras agencias de seguridad. En palabras de Tito: “instalaba el terror en el ánimo de todos aquellos a quienes no le gustara aquel tipo de Yugoslavia”.
Estas purgas, que duraron hasta finales de la década de 1950, se llevaron por delante a fieles seguidores de Tito. Milovan Đilas, su socio más cercano y considerado sucesor del mariscal, no se libró de la represión tras criticar duramente a la nueva clase comunista yugoslava por haber roto con Stalin y no con lo que representaban las clases estalinistas. Durante esa época, se volvió tristemente célebre la isla Goli Otok, en la costa adriática, la cual funcionaba como un gulag yugoslavo destinado a prisioneros políticos donde las torturas eran corrientes. Se calcula que alrededor de 16.000 reos pasaron por esta prisión.
El sueño yugoslavo
Las purgas del régimen no preocupaban a la sociedad en general. Los ciudadanos de Yugoslavia gozaban de una excelente calidad de vida en comparación con los vecinos del eje oriental. Vacaciones pagadas, empleo fijo, vehículo propio y un pasaporte que permitía viajar a gran cantidad de países sin visado habían convertido al hombre yugoslavo en un hombre de moda. La apertura de las fronteras supuso la llegada en masa de turismo occidental a la costa adriática. Durante la década de 1960, Yugoslavia se convirtió en un excelente ejemplo de cómo un Estado socialista multiétnico podía operar con éxito una economía desregulada. Esto, sumado a la no alineación internacional y a la descentralización territorial, constituyó los ejes centrales de la Yugoslavia moderna.
Con las Constituciones de 1953 y 1963, el poder territorial de Yugoslavia quedó descentralizado y otorgó más poder a las repúblicas. Mediante estas políticas, Tito pretendió reducir las tensiones étnicas y equilibrar la balanza fiscal del país. Se promovió, además, a través de la propaganda la adopción de la identidad yugoslava en lugar de la nacional; era posible ser serbio, croata o montenegrino y, a la vez, declararse yugoslavo. Asimismo, el matrimonio intracomunitario siguió aumentado, en especial entre los más jóvenes, que habían mamado la doctrina del homo iugoslavus. En el censo de 1981, más de un millón de personas —5,4%— se declararon yugoslavos.
Para mantener esta armonía social, Tito desempeñó una política de palo y zanahoria. Se escucharon las demandas de las distintas comunidades, pero no se otorgaron todas las reclamaciones. Kosovo ejemplifica muy bien esta doctrina: tras las protestas de 1968 en Pristina, Tito concedió mayor autonomía en el ámbito educativo —en 1969 se abrió la Universidad de Pristina— y un mayor impulso económico en la región, pero no escuchó las demandas de elevar el estatus de Kosovo a república ni mucho menos la escisión para unirse a Albania. Otra de las comunidades que se vieron beneficiadas por esta política fueron los bosniacos —bosnios musulmanes—, a los que se les otorgó en 1971 el estatus de nación, equivalente al de los croatas, serbios o eslovenos.
Estas concesiones no calmaron los ánimos autonomistas en Yugoslavia. Desde finales de 1960 existió en Yugoslavia un debate para una mayor descentralización del poder político. Croacia y Eslovenia exigían más beneficios por los ingresos del turismo, mientras que Kosovo y Voivodina buscaban una mayor autonomía. Por este motivo, las medidas antidemocráticas y antimodernizadoras habían creado malestar en gran parte de la ciudadanía, sentimiento que se vio reflejado en las protestas de Belgrado en 1968 y en la primavera croata de 1971, las cuales Tito reprimió con mano dura. La solución a estas demandas fue la Constitución de 1974, un ordenamiento jurídico largo y complejo que aumentó la autonomía de las repúblicas y prácticamente elevó de facto el poder de las dos provincias serbias al de las demás repúblicas. Sin embargo, el parche era demasiado pequeño para una brecha difícil de tapar.
Para ampliar: “The Balkans in Turmoil: Croatian Spring and the Yugoslav position Between the Cold War Blocs 1965-1971”, Ante Batovic, 2003
Para ampliar: “La Conferencia de Bandung, el nacimiento del altermundismo”, Fernando Rey en El Orden Mundial, 2016
A pesar de la reconciliación con Nikita Kruschev en 1955, Tito nunca llegó a confiar en la Unión Soviética; hasta su muerte, temió una intervención en Yugoslavia. A raíz de la escisión con Stalin, el régimen puso en funcionamiento una represión a gran escala no solo contra los estalinistas del PCY, sino contra todos aquellos que no compartiesen el mismo dogma. El Servicio de Seguridad yugoslavo, dirigido con mano dura por Aleksandar Ranković, no tuvo nada que envidiar a otras agencias de seguridad. En palabras de Tito: “instalaba el terror en el ánimo de todos aquellos a quienes no le gustara aquel tipo de Yugoslavia”.
Estas purgas, que duraron hasta finales de la década de 1950, se llevaron por delante a fieles seguidores de Tito. Milovan Đilas, su socio más cercano y considerado sucesor del mariscal, no se libró de la represión tras criticar duramente a la nueva clase comunista yugoslava por haber roto con Stalin y no con lo que representaban las clases estalinistas. Durante esa época, se volvió tristemente célebre la isla Goli Otok, en la costa adriática, la cual funcionaba como un gulag yugoslavo destinado a prisioneros políticos donde las torturas eran corrientes. Se calcula que alrededor de 16.000 reos pasaron por esta prisión.
El sueño yugoslavo
Las purgas del régimen no preocupaban a la sociedad en general. Los ciudadanos de Yugoslavia gozaban de una excelente calidad de vida en comparación con los vecinos del eje oriental. Vacaciones pagadas, empleo fijo, vehículo propio y un pasaporte que permitía viajar a gran cantidad de países sin visado habían convertido al hombre yugoslavo en un hombre de moda. La apertura de las fronteras supuso la llegada en masa de turismo occidental a la costa adriática. Durante la década de 1960, Yugoslavia se convirtió en un excelente ejemplo de cómo un Estado socialista multiétnico podía operar con éxito una economía desregulada. Esto, sumado a la no alineación internacional y a la descentralización territorial, constituyó los ejes centrales de la Yugoslavia moderna.
Con las Constituciones de 1953 y 1963, el poder territorial de Yugoslavia quedó descentralizado y otorgó más poder a las repúblicas. Mediante estas políticas, Tito pretendió reducir las tensiones étnicas y equilibrar la balanza fiscal del país. Se promovió, además, a través de la propaganda la adopción de la identidad yugoslava en lugar de la nacional; era posible ser serbio, croata o montenegrino y, a la vez, declararse yugoslavo. Asimismo, el matrimonio intracomunitario siguió aumentado, en especial entre los más jóvenes, que habían mamado la doctrina del homo iugoslavus. En el censo de 1981, más de un millón de personas —5,4%— se declararon yugoslavos.
Para mantener esta armonía social, Tito desempeñó una política de palo y zanahoria. Se escucharon las demandas de las distintas comunidades, pero no se otorgaron todas las reclamaciones. Kosovo ejemplifica muy bien esta doctrina: tras las protestas de 1968 en Pristina, Tito concedió mayor autonomía en el ámbito educativo —en 1969 se abrió la Universidad de Pristina— y un mayor impulso económico en la región, pero no escuchó las demandas de elevar el estatus de Kosovo a república ni mucho menos la escisión para unirse a Albania. Otra de las comunidades que se vieron beneficiadas por esta política fueron los bosniacos —bosnios musulmanes—, a los que se les otorgó en 1971 el estatus de nación, equivalente al de los croatas, serbios o eslovenos.
Estas concesiones no calmaron los ánimos autonomistas en Yugoslavia. Desde finales de 1960 existió en Yugoslavia un debate para una mayor descentralización del poder político. Croacia y Eslovenia exigían más beneficios por los ingresos del turismo, mientras que Kosovo y Voivodina buscaban una mayor autonomía. Por este motivo, las medidas antidemocráticas y antimodernizadoras habían creado malestar en gran parte de la ciudadanía, sentimiento que se vio reflejado en las protestas de Belgrado en 1968 y en la primavera croata de 1971, las cuales Tito reprimió con mano dura. La solución a estas demandas fue la Constitución de 1974, un ordenamiento jurídico largo y complejo que aumentó la autonomía de las repúblicas y prácticamente elevó de facto el poder de las dos provincias serbias al de las demás repúblicas. Sin embargo, el parche era demasiado pequeño para una brecha difícil de tapar.
Para ampliar: “The Balkans in Turmoil: Croatian Spring and the Yugoslav position Between the Cold War Blocs 1965-1971”, Ante Batovic, 2003
Manifestación de estudiantes en Belgrado (1968). El cartel reza “Libertad”. Fuente: LeftEast
La muerte de Tito y la decadencia de Yugoslavia
La década de 1970 en Yugoslavia fue una época compleja y turbulenta. La Constitución de 1974 no consiguió apaciguar el auge de los nacionalismos. Croacia y Eslovenia reclamaban que sus aportaciones solo servían para mantener a flote las endebles economías de Kosovo, Montenegro y Macedonia, países que denunciaban un trato vejatorio y discriminatorio que aumentaba el auge de las desigualdades. Por otro lado, la situación en Kosovo siguió empeorando. Existía una fractura social entre albaneses y serbios a pesar de la expulsión de Ranković del Servicio de Seguridad en 1966 —Ranković aplastó con puño de hierro el auge del nacionalismo albanés en la provincia de Kosovo— y las concesiones de la Constitución de 1974.
El apogeo de los nacionalismos estuvo alimentado por la situación económica del país. La crisis del petróleo de 1973 afectó seriamente a las exportaciones y al aumento de la deuda externa y el desempleo. Sin embargo, no fue hasta 1979 cuando Yugoslavia entró en un gran receso económico. La economía empezó a deshilacharse y la deuda externa con Occidente aumentó notablemente. Esto favoreció que las distintas comunidades culpabilizaran a sus vecinos por el descenso en el nivel de bienestar y fomentó, por tanto, las posteriores tensiones étnicas.
En mayo de 1980 falleció en Liubliana Josip Broz Tito. Su muerte significó también el comienzo del ocaso de Yugoslavia. El pilar fundamental del régimen desapareció y dejó el edificio casi en ruinas, enfermo de una dolencia difícilmente curable sin un hombre de Estado. Tras su muerte, la ciudadanía empezó a considerar a las nuevas clases dirigentes gobernadores corruptos que habían olvidado el sentimiento partisano que los había llevado al poder. Además, la cada vez peor crisis económica de nuevo fue utilizada por los movimientos chauvinistas para ahondar en las divisiones internas y, finalmente, provocar la disolución de Yugoslavia en la década de 1990.
Para ampliar: “Desintegración y guerras de secesión en Yugoslavia”, Marcos Ferreira en El Orden Mundial, 2015
A diferencia de la mayoría de los dictadores durante la Guerra Fría, Tito ha conseguido mantenerse vivo en el tiempo. Casi 40 años después de su muerte, idolatrado por unos y odiados por otros, sigue considerándose un dictador benévolo que consiguió 40 años de paz y bienestar social. Camisetas, montañas, calles, bares, cervezas, vinos y rakias —aguardiente— siguen llevando su nombre. En parte debido a las sangrientas guerras de 1990, han surgido corrientes como la yugonostalgia o el titoísmo, que manifiestan el anhelo por tiempos pasados y la reivindicación de los valores yugoslavos, encarnados por Tito. Sin embargo, el mundo globalizado en el que vivimos hace que la llama yugoslava arda cada vez con menos fuerza.
Para ampliar: “El pasado perdido de Yugoslavia y la RDA: la Yugonostalgia y la Ostalgie”, Marcos Ferreira en El Orden Mundial, 2015
La década de 1970 en Yugoslavia fue una época compleja y turbulenta. La Constitución de 1974 no consiguió apaciguar el auge de los nacionalismos. Croacia y Eslovenia reclamaban que sus aportaciones solo servían para mantener a flote las endebles economías de Kosovo, Montenegro y Macedonia, países que denunciaban un trato vejatorio y discriminatorio que aumentaba el auge de las desigualdades. Por otro lado, la situación en Kosovo siguió empeorando. Existía una fractura social entre albaneses y serbios a pesar de la expulsión de Ranković del Servicio de Seguridad en 1966 —Ranković aplastó con puño de hierro el auge del nacionalismo albanés en la provincia de Kosovo— y las concesiones de la Constitución de 1974.
El apogeo de los nacionalismos estuvo alimentado por la situación económica del país. La crisis del petróleo de 1973 afectó seriamente a las exportaciones y al aumento de la deuda externa y el desempleo. Sin embargo, no fue hasta 1979 cuando Yugoslavia entró en un gran receso económico. La economía empezó a deshilacharse y la deuda externa con Occidente aumentó notablemente. Esto favoreció que las distintas comunidades culpabilizaran a sus vecinos por el descenso en el nivel de bienestar y fomentó, por tanto, las posteriores tensiones étnicas.
En mayo de 1980 falleció en Liubliana Josip Broz Tito. Su muerte significó también el comienzo del ocaso de Yugoslavia. El pilar fundamental del régimen desapareció y dejó el edificio casi en ruinas, enfermo de una dolencia difícilmente curable sin un hombre de Estado. Tras su muerte, la ciudadanía empezó a considerar a las nuevas clases dirigentes gobernadores corruptos que habían olvidado el sentimiento partisano que los había llevado al poder. Además, la cada vez peor crisis económica de nuevo fue utilizada por los movimientos chauvinistas para ahondar en las divisiones internas y, finalmente, provocar la disolución de Yugoslavia en la década de 1990.
Para ampliar: “Desintegración y guerras de secesión en Yugoslavia”, Marcos Ferreira en El Orden Mundial, 2015
A diferencia de la mayoría de los dictadores durante la Guerra Fría, Tito ha conseguido mantenerse vivo en el tiempo. Casi 40 años después de su muerte, idolatrado por unos y odiados por otros, sigue considerándose un dictador benévolo que consiguió 40 años de paz y bienestar social. Camisetas, montañas, calles, bares, cervezas, vinos y rakias —aguardiente— siguen llevando su nombre. En parte debido a las sangrientas guerras de 1990, han surgido corrientes como la yugonostalgia o el titoísmo, que manifiestan el anhelo por tiempos pasados y la reivindicación de los valores yugoslavos, encarnados por Tito. Sin embargo, el mundo globalizado en el que vivimos hace que la llama yugoslava arda cada vez con menos fuerza.
Para ampliar: “El pasado perdido de Yugoslavia y la RDA: la Yugonostalgia y la Ostalgie”, Marcos Ferreira en El Orden Mundial, 2015
24 de noviembre de 2018