1 de octubre de 2023
Sobre el llamado capitalismo «woke» (el despertar)
Observatorio de la crisis CARLO FORMENTI
Leyendo el libro del experto australiano en teoría de la organización y profesor de la Universidad de Sidney Carl Rhodes (Capitalism woke. Cómo la moral corporativa amenaza la democracia, editorial Fazi) es difícil no darse cuenta de una paradoja: escrito con la intención de denunciar los verdaderos objetivos políticos que se esconden tras el giro «progresista» de algunas grandes corporaciones multinacionales, acaba en cambio revelando (aunque sea involuntariamente) las razones por las que la izquierda «políticamente correcta», con la que Rhodes se identifica, tiene pocas posibilidades de oponerse al regimen capitalista .
Empecemos por el significado del término woke, hoy de uso común en el mundo anglosajón pero que no ha tardado en extenderse en una Europa cada vez más «americanizada». Acuñado por los afroamericanos en el contexto de los movimientos por los derechos civiles de los años sesenta, y relanzado durante las movilizaciones del movimiento Black Lives Matter (nacido para protestar contra los asesinatos a sangre fría de ciudadanos negros a manos de policías blancos sistemáticamente impunes), también fue adoptado por los demás componentes de la nueva izquierda estadounidense en el sentido de estar atentos, sensibles y bien informados con respecto a cualquier tipo de discriminación e injusticia racial o social (en particular, Rhodes enumera cuestiones como el sexismo, el racismo, el ecologismo, los derechos LGBTQI+ y la desigualdad económica, esta última dejada , sin sorpresa, para el final).
Sin embargo, adoptan esta postura ética no sólo los militantes que enarbolan las banderas de lo políticamente correcto, sino también un número creciente de grandes marcas multinacionales, que no sólo patrocinan el mundo woke promoviendo sus objetivos (a través de campañas de opinión y/o integrándolos sistemáticamente en el lenguaje de sus sus estrategias de marketing y publicidad) sino que también lo apoyan activamente mediante cuantiosas donaciones y promoviendo los ideales woke entre sus empleados (hasta el punto de despedir a los que no los cumplen).
La pregunta que Rhodes intenta responder en su obra es si esta «conversión» no esconde otros motivos.
El autor toma como punto de partida el enfrentamiento ideológico que el supuesto giro a la «izquierda» de directivos de gigantes como la financiera Black Rock, de multimillonarios como Bill Gates y Jeff Bezos, de empresas simbólicas de la Nueva Economía como Amazon, Google, Apple, Facebook, etc., por no hablar de muchos exponentes del star system hollywoodiense y grandes campeones deportivos, ha desencadenado entre progresistas liberales y exponentes de los movimientos de la derecha más reaccionaria y retrógrada, tanto en el ámbito político como en el periodístico y religioso.
Los conservadores acusan a estos sectores capitalistas convertidos a la retórica de lo políticamente correcto de sumarse a las consignas de los movimientos feministas, LGBTQI+, ecologistas, pacifistas, antirracistas, etc. con el único fin de «limpiar el desastre». Por último, les acusan de hipocresía, es decir, de simular ideas y sentimientos que en realidad no sienten, contribuyendo así a la propagación de un moralismo de masas que daña los principios y valores tradicionales del pueblo estadounidense.
Curiosamente, esta última acusación procedente de la derecha converge con las críticas de la nueva izquierda. Típica es la postura adoptada por la senadora demócrata Elizabeth Warren, que insta a las empresas a ser woke no sólo de palabra sino también con hechos. «No se puede ser verdaderamente woke, argumenta Warren, si el compromiso de directivos y corporaciones se reduce a palabrería y donaciones que, por cuantiosas que sean, son poco más que migajas comparadas con los monstruosos beneficios que obtienen estas empresas». En particular, ciertos eslóganes sobre justicia social chocan con los monstruosos niveles de desigualdad que las propias empresas han contribuido a alimentar en las últimas décadas, ni se asocian a acciones concretas para reducirlos. En resumen: el «buenismo» hipócrita de las empresas no produce cambios reales en los programas del capitalismo.
Aunque está de acuerdo con esta observación, Rhodes no la considera el quid de la cuestión que plantea el auge de este «capitalismo de izquierdas» sin precedentes. En primer lugar, despeja el campo de las dudas de quienes ven en el fenómeno el riesgo de un hundimiento de los beneficios y un grave perjuicio para los intereses de los accionistas, que los directivos «plagiados» por la izquierda estarían dispuestos a sacrificar en el altar de la propaganda liberal progresista. Lo cierto es, argumenta citando abundantes datos al respecto, que este giro no sólo no perjudicó los intereses empresariales sino que, de hecho, contribuyó a aumentar significativamente los beneficios.
En resumen: abrazar la ideología woke suena a buen negocio. Pero los verdaderos objetivos del giro, argumenta, son otros y decididamente preocupantes, en la medida en que, afirma, ponen en peligro la propia supervivencia del sistema democrático. Rhodes se pregunta : ¿No será el despertar de las empresas un medio para extender el poder y la hegemonía del capitalismo? ¿Acaso no se trata de «capitalizar» la moral pública, de tal modo que el disenso democrático sea reemplazado por campañas de marketing y relaciones públicas?
En respuesta, Rhodes aborda la cuestión desde una perspectiva histórica. En primer lugar, señala que el fenómeno actual guarda evidentes similitudes con el de la filantropía de los robber barons, los monopolistas rapaces que dominaron la economía estadounidense a finales del siglo XIX y principios del XX. Una vez superada la Gran Crisis de 1929 y el paréntesis bélico, personajes como Carnegie y Rockefeller, por citar a los más conocidos, se encontraron en los años 50 ante el desafío de la alternativa socialista encarnada por la Unión Soviética y reaccionaron invirtiendo una parte sustancial de sus inmensos beneficios (Dicen Carnegie estipuló que, a su muerte, el 90% del patrimonio que había acumulado debía emplearse en iniciativas benéficas de diversa índole).
Estos esfuerzos filantrópicos formaban parte de una estrategia lúcidamente dirigida a contrarrestar posibles tentaciones socialistas por parte de los trabajadores estadounidenses. No se trataba simplemente de mantener contento del pueblo con el viejo truco de darle «panem et circenses»: el objetivo era hacerse con el control de la política pública para sustituir progresivamente el sistema democrático por una plutocracia benévola. Pues bien, escribe Rhodes, el capitalismo woke de hoy vuelve a proponer la misma lógica, con la única diferencia de que, en la actualidad, ya no son (o al menos no sólo) los magnates individuales los que se comprometen socialmente, sino las propias corporaciones. ¿Cómo puede explicarse esta recurrencia histórica?
El hecho es que, durante los «treinta años dorados» posteriores a la Segunda Guerra Mundial, un poder político inspirado en los principios redistributivos keynesianos había favorecido un compromiso entre capital y trabajo que garantizaba altos niveles de empleo, salarios decentes y servicios públicos accesibles en el contexto de un sistema de bienestar, que contribuyó a neutralizar temporalmente los planes para establecer un régimen plutocrático.
La contrarrevolución liberal iniciada en la década de 1980 por los gobiernos de Thatcher y Reagan, y que posteriormente se extendió por todo el mundo occidental, desmanteló sistemáticamente este acuerdo. La liberalización desenfrenada, la deslocalización y la globalización financiera han invertido el curso de la historia, generando niveles de desigualdad aún más extremos que los de la época de los barones ladrones, legitimados por las narrativas sobre las oportunidades de movilidad social que el libre mercado ofrecería a los sujetos emprendedores, y por el mito del «goteo» (es decir, la tesis de que parte de los super-beneficios acumulados por las megaempresas «gotearían» hasta la base de la pirámide social, garantizando la prosperidad a todos).
Estas narrativas neoliberales naufragaron en la roca de la crisis de 2000-2001 y de 2007-2008, desatando la ira de trabajadores, consumidores y votantes y allanando el camino para los movimientos populistas (nótese que Rhodes parece asociar automáticamente las fuerzas de derechas con el fenómeno populista). Es para hacer frente a la ira popular que nació el capitalismo woke («una póliza de seguros contra los trabajadores, los consumidores y los votantes exasperados», escribe Rhodes). Apropiándose de los temas y eslóganes de la izquierda, el gran capital intenta construir credenciales éticas para desviar la atención del robo de los bienes públicos, al que no tiene intención de renunciar (no es casualidad que la lucha contra la desigualdad de ingresos y la evasión fiscal nunca se menciona entre las causas que defiende).
El populismo corporativo es la otra cara del populismo de derechas: mientras que este último defiende las razones del capitalismo salvaje, el «progresismo» del primero es aún más insidioso en el sentido que reivindica su propia capacidad para resolver los problemas que los gobiernos no pueden y ya no quieren resolver. La idea es que cuanto más capaces se muestren las empresas al asumir sus «responsabilidades sociales», menor será la necesidad que los políticos se inmiscuyan en la economía.
Según Rhodes, las grandes empresas constituyen una nueva élite cuyo poder sobre la sociedad aspira a sustituir al de los gobiernos democráticos. Si este objetivo se hiciera realidad, el sueño de los barones ladrones habría triunfado en nuestra época: el poder político ya no sería una cuestión de enfrentamiento público entre opiniones encontradas, sino de debate sólo entre quienes detentan el poder económico; el equilibrio de poder se desplazaría así irreversiblemente de la esfera de la política a la esfera de la economía. Llegados a este punto, intentaré explicar por qué creo que los argumentos de Rhodes y la cultura política de la izquierda políticamente correcta de la que este autor es expresión no tienen ninguna posibilidad de contrarrestar los fenómenos que su libro analiza y denuncia.
* * * *
Empiezo con una observación: el régimen plutocrático que Rhodes presenta como un riesgo que hay que evitar es un hecho desde hace mucho tiempo. Baste considerar que buena parte de los senadores y diputados que se sientan en las dos ramas del parlamento estadounidense pertenecen a la minoría de los superricos. Esto no sólo se debe a los prohibitivos costes de las campañas electorales que hacen posible que sólo unos pocos privilegiados puedan «comprar» un escaño (ya sea con sus propios recursos personales o con los que les ofrecen los lobbies financieros que los patrocinan), pero es también, y sobre todo, el resultado de un proceso progresivo de integración entre las élites económicas, políticas, académicas y mediáticas, bien simbolizado por el mecanismo de «puerta giratoria» por el que las mismas personas asumen sucesivamente los más altos cargos de dirección en las empresas privadas, las instituciones públicas, los partidos y el mundo de la cultura (universidades, periódicos, TV, etc.).
Este sistema «amañado» (como lo ha definido el exponente del ala socialista del Partido Demócrata Bernie Sanders) ya no tiene nada que ver con las reglas de la democracia, sino que es expresión de un régimen que autores como Colin Crouch han definido como post democrático (véase Colin Crouch, Postdemocracia, Laterza, Roma-Bari 2013).
Si este es el caso, está claro que ningún retorno a las políticas socialdemócratas parece posible sin convulsiones económicas, políticas y culturales radicales, es decir, sin que se produzca una verdadera revolución. Los fracasos de los proyectos neo-socialistas de Sanders en Estados Unidos y de Corbyn en el Reino Unido demuestran que estas nuevas izquierdas no están a la altura de las circunstancias, no sólo porque están condicionadas por los aparatos de las izquierdas tradicionales ahora convertidas al credo neoliberal (con el que los líderes mencionados no tuvieron el valor de cortar lazos), sino también porque su intento de soldar los movimientos feministas, antirracistas, LGBTQI+, ecologistas, etc., con los movimientos obreros ha fracasado… Y para entender las razones de este fracaso, tenemos que preguntarnos por qué las clases trabajadoras prefieren abrumadoramente votar a los populistas de derechas (todas las investigaciones sobre los flujos electorales confirman que en todo Occidente son los miembros de las clases medias-altas que viven en los centros aburguesados de las metrópolis los que votan a la izquierda, mientras que las masas que viven en los suburbios votan en masa a la derecha).
Uno de los pocos intentos serios de responder a la pregunta es el de la pareja de sociólogos franceses Boltanski-Chiapello (véase L. Boltanski, E. Chiapello, El nuevo espíritu del capitalismo, Mimesis, Milano-Udine 2014) quienes, analizando la escisión entre «crítica artística» y «crítica social» que se produjo a finales de los años setenta (la primera centrada en las reivindicaciones de los derechos de minorías específicas, compatibles de facto con el sistema capitalista y cada vez menos atenta a los de las clases trabajadoras), han descrito bien el nuevo espíritu del capitalismo (que no es otro que el capitalismo despertado del que habla Rodas).
El mérito de estos autores es haber captado la clase raíces del fenómeno: a medida que las clases medias reflexivas que habían protagonizado las luchas antiautoritarias de finales de los sesenta y principios de los setenta pasaron a formar parte de una renovada casta directiva (en las empresas, los medios de comunicación y las instituciones), configuraron una nueva cultura directiva «progresista», pero sustancialmente compatible con las reglas del sistema. En otras palabras: no es que el capitalismo despierto manipulara a las nuevas izquierdas o que, por el contrario -según la narrativa conservadora- se dejara manipular por ellas, se trata más bien de la formación espontánea de un bloque sociocultural que encarna la ilimitada capacidad de adaptación del capitalismo a las cambiantes condiciones históricas en las que gradualmente se encuentra operando.
Rhodes es completamente incapaz de captar esta realidad porque está anclado en una visión ingenua de una democracia que nunca ha existido realmente, salvo como fachada política de un sistema socioeconómico fundado en la explotación capitalista y la opresión de la fuerza de trabajo. Para él, el conflicto social no es una lucha de clases, sino un enfrentamiento entre opiniones. Así, leemos, entre otras cosas, que «la ética puede cuestionar el sistema sobre el que se asienta el capitalismo»; pero que no se trata de condenar la actividad empresarial per se porque «las empresas tienen el potencial de sostener la democracia»; y que «la política democrática se basa en la convicción que las personas (¡es decir, los individuos, no los pueblos!) tienen derecho a autogobernarse»; que «los consumidores tienen el poder de la demanda (!!?)»; y que, citando a Greta Thunberg, «es la opinión pública la que gobierna el mundo libre (!!?); por último, que no hay nada malo en que los activistas LGBTQI+ recurran a las empresas para recabar apoyos, ya que se trata de «una acción democrática de los ciudadanos que utilizan la influencia de las empresas».
Rhodes se autoproclama portador de una cultura anticapitalista, pero su anticapitalismo se reduce a luchar contra la evasión fiscal de las empresas y las minorías de superricos. Es decir, parece convencido que una vez recuperados esos recursos y puestos al servicio del bien público, será posible restaurar el paraíso socialdemócrata (suponiendo que alguna vez existiera realmente). El problema es que incluso este programa de mínimos parece inviable en el contexto de un capitalismo como el estadounidense que domina hoy todo Occidente (y en particular sus ramificaciones anglófonas como esa Australia de la que Rhodes es ciudadano) y que lucha con uñas y dientes contra todas las naciones emergentes que amenazan su hegemonía.
Los nuevos izquierdistas creen que basta con ganar batallas por el reconocimiento de los derechos de las minorías que representan para socavar los cimientos del sistema, pero el capitalismo de vigilia disipa radicalmente tales ilusiones: es cierto que el capitalismo ha sabido explotar progresivamente los conflictos raciales, de género, étnicos y religiosos para dividir a los trabajadores y reforzar su hegemonía, pero también es cierto que es capaz de sobrevivir reconociendo los derechos de los negros, las mujeres y las diversas minorías cooptando a algunos de ellos en la élite.
¿Un ejemplo? Las estrellas del espectáculo y del deporte que junto con «luchar» por los objetivos queridos por Rhodes disfrutan de salarios escandalosamente altos recibiendo una parte de los excedentes del capital. Las reivindicaciones de igualdad de género, de raza y de cualquier otra índole son todas viables en el marco del sistema existente, siempre y cuando no pongan en cuestión la única reivindicación realmente incompatible, a saber, la distribución igualitaria de la plusvalía producida por los trabajadores.
En realidad, no es que Rhodes no fije este objetivo, sino que lo pone en la lista a la par de los demás, es decir, poniéndolo al mismo nivel que las diversas reivindicaciones de la izquierda políticamente correcta. Mientras no se le dé el lugar de honor, es decir, mientras no se le reconozca como conditio sine qua non para la realización de todos los demás, los trabajadores seguirán dejándose seducir por la demagogia de los populistas de derechas y seguirán alejándose de la cháchara políticamente correcta que perciben como objetivamente divisoria. De hecho, mientras Rhodes se indigna por las acusaciones de autoritarismo que los conservadores dirigen a los ayatolás de lo políticamente correcto, el ensayista guarda silencio sobre las prácticas de ciertos movimientos (desde la caza de brujas desatada por el movimiento MeToo, hasta la cultura de la cancelación que pretende reescribir la historia «corrigiendo» las obras maestras del pasado acusadas de sexismo y racismo, son, en efecto, autoritarias, intolerantes y llenas de desprecio hacia las clases bajas que realizan manifestaciones de intolerancia condenadas incluso por los más sagaces exponentes del movimiento feminista como Nancy Fraser. (véase al respecto J. Friedman, Politically Correct. El conformismo cultural como régimen, Mimesis, Milán-Udine 2018).
Quisiera concluir con una última nota crítica. En la obra que estoy comentando, he encontrado muy poca mención a la opresión y explotación de otras naciones por parte del Occidente capitalista. Hay que añadir que, partiendo evidentemente de la convicción de que Occidente tiene derecho al monopolio de la única forma verdadera de democracia.
Rhodes no condena la arrogancia criminal con la que nos atribuimos el derecho a «exportar la democracia» -incluso con violencia- al resto del mundo, como si esta pretensión fuera un aspecto marginal de la desigualdad. Véase a este respecto el capítulo en el que ensalza la lucha «democrática» de los ciudadanos de Hong Kong contra el régimen «totalitario» de Pekín, sin mencionar 1) el hecho de que Hong Kong es una antigua colonia del imperialismo británico recientemente devuelta a la soberanía china; 2) que al explotar el régimen transitorio de este enclave, a la espera de su plena integración en la madre patria, se está utilizando como refugio para los autores de delitos (especialmente económicos) cometidos en China, así como paraíso fiscal para los capitales sustraídos al control de la China Popular; 3) que sirve de base logística para los servicios occidentales que alimentan, organizan y financian los movimientos antichinos que persiguen los mismos objetivos de «cambio de régimen» que persiguen en todos los demás países opuestos a la hegemonía angloamericana.
Empecemos por el significado del término woke, hoy de uso común en el mundo anglosajón pero que no ha tardado en extenderse en una Europa cada vez más «americanizada». Acuñado por los afroamericanos en el contexto de los movimientos por los derechos civiles de los años sesenta, y relanzado durante las movilizaciones del movimiento Black Lives Matter (nacido para protestar contra los asesinatos a sangre fría de ciudadanos negros a manos de policías blancos sistemáticamente impunes), también fue adoptado por los demás componentes de la nueva izquierda estadounidense en el sentido de estar atentos, sensibles y bien informados con respecto a cualquier tipo de discriminación e injusticia racial o social (en particular, Rhodes enumera cuestiones como el sexismo, el racismo, el ecologismo, los derechos LGBTQI+ y la desigualdad económica, esta última dejada , sin sorpresa, para el final).
Sin embargo, adoptan esta postura ética no sólo los militantes que enarbolan las banderas de lo políticamente correcto, sino también un número creciente de grandes marcas multinacionales, que no sólo patrocinan el mundo woke promoviendo sus objetivos (a través de campañas de opinión y/o integrándolos sistemáticamente en el lenguaje de sus sus estrategias de marketing y publicidad) sino que también lo apoyan activamente mediante cuantiosas donaciones y promoviendo los ideales woke entre sus empleados (hasta el punto de despedir a los que no los cumplen).
La pregunta que Rhodes intenta responder en su obra es si esta «conversión» no esconde otros motivos.
El autor toma como punto de partida el enfrentamiento ideológico que el supuesto giro a la «izquierda» de directivos de gigantes como la financiera Black Rock, de multimillonarios como Bill Gates y Jeff Bezos, de empresas simbólicas de la Nueva Economía como Amazon, Google, Apple, Facebook, etc., por no hablar de muchos exponentes del star system hollywoodiense y grandes campeones deportivos, ha desencadenado entre progresistas liberales y exponentes de los movimientos de la derecha más reaccionaria y retrógrada, tanto en el ámbito político como en el periodístico y religioso.
Los conservadores acusan a estos sectores capitalistas convertidos a la retórica de lo políticamente correcto de sumarse a las consignas de los movimientos feministas, LGBTQI+, ecologistas, pacifistas, antirracistas, etc. con el único fin de «limpiar el desastre». Por último, les acusan de hipocresía, es decir, de simular ideas y sentimientos que en realidad no sienten, contribuyendo así a la propagación de un moralismo de masas que daña los principios y valores tradicionales del pueblo estadounidense.
Curiosamente, esta última acusación procedente de la derecha converge con las críticas de la nueva izquierda. Típica es la postura adoptada por la senadora demócrata Elizabeth Warren, que insta a las empresas a ser woke no sólo de palabra sino también con hechos. «No se puede ser verdaderamente woke, argumenta Warren, si el compromiso de directivos y corporaciones se reduce a palabrería y donaciones que, por cuantiosas que sean, son poco más que migajas comparadas con los monstruosos beneficios que obtienen estas empresas». En particular, ciertos eslóganes sobre justicia social chocan con los monstruosos niveles de desigualdad que las propias empresas han contribuido a alimentar en las últimas décadas, ni se asocian a acciones concretas para reducirlos. En resumen: el «buenismo» hipócrita de las empresas no produce cambios reales en los programas del capitalismo.
Aunque está de acuerdo con esta observación, Rhodes no la considera el quid de la cuestión que plantea el auge de este «capitalismo de izquierdas» sin precedentes. En primer lugar, despeja el campo de las dudas de quienes ven en el fenómeno el riesgo de un hundimiento de los beneficios y un grave perjuicio para los intereses de los accionistas, que los directivos «plagiados» por la izquierda estarían dispuestos a sacrificar en el altar de la propaganda liberal progresista. Lo cierto es, argumenta citando abundantes datos al respecto, que este giro no sólo no perjudicó los intereses empresariales sino que, de hecho, contribuyó a aumentar significativamente los beneficios.
En resumen: abrazar la ideología woke suena a buen negocio. Pero los verdaderos objetivos del giro, argumenta, son otros y decididamente preocupantes, en la medida en que, afirma, ponen en peligro la propia supervivencia del sistema democrático. Rhodes se pregunta : ¿No será el despertar de las empresas un medio para extender el poder y la hegemonía del capitalismo? ¿Acaso no se trata de «capitalizar» la moral pública, de tal modo que el disenso democrático sea reemplazado por campañas de marketing y relaciones públicas?
En respuesta, Rhodes aborda la cuestión desde una perspectiva histórica. En primer lugar, señala que el fenómeno actual guarda evidentes similitudes con el de la filantropía de los robber barons, los monopolistas rapaces que dominaron la economía estadounidense a finales del siglo XIX y principios del XX. Una vez superada la Gran Crisis de 1929 y el paréntesis bélico, personajes como Carnegie y Rockefeller, por citar a los más conocidos, se encontraron en los años 50 ante el desafío de la alternativa socialista encarnada por la Unión Soviética y reaccionaron invirtiendo una parte sustancial de sus inmensos beneficios (Dicen Carnegie estipuló que, a su muerte, el 90% del patrimonio que había acumulado debía emplearse en iniciativas benéficas de diversa índole).
Estos esfuerzos filantrópicos formaban parte de una estrategia lúcidamente dirigida a contrarrestar posibles tentaciones socialistas por parte de los trabajadores estadounidenses. No se trataba simplemente de mantener contento del pueblo con el viejo truco de darle «panem et circenses»: el objetivo era hacerse con el control de la política pública para sustituir progresivamente el sistema democrático por una plutocracia benévola. Pues bien, escribe Rhodes, el capitalismo woke de hoy vuelve a proponer la misma lógica, con la única diferencia de que, en la actualidad, ya no son (o al menos no sólo) los magnates individuales los que se comprometen socialmente, sino las propias corporaciones. ¿Cómo puede explicarse esta recurrencia histórica?
El hecho es que, durante los «treinta años dorados» posteriores a la Segunda Guerra Mundial, un poder político inspirado en los principios redistributivos keynesianos había favorecido un compromiso entre capital y trabajo que garantizaba altos niveles de empleo, salarios decentes y servicios públicos accesibles en el contexto de un sistema de bienestar, que contribuyó a neutralizar temporalmente los planes para establecer un régimen plutocrático.
La contrarrevolución liberal iniciada en la década de 1980 por los gobiernos de Thatcher y Reagan, y que posteriormente se extendió por todo el mundo occidental, desmanteló sistemáticamente este acuerdo. La liberalización desenfrenada, la deslocalización y la globalización financiera han invertido el curso de la historia, generando niveles de desigualdad aún más extremos que los de la época de los barones ladrones, legitimados por las narrativas sobre las oportunidades de movilidad social que el libre mercado ofrecería a los sujetos emprendedores, y por el mito del «goteo» (es decir, la tesis de que parte de los super-beneficios acumulados por las megaempresas «gotearían» hasta la base de la pirámide social, garantizando la prosperidad a todos).
Estas narrativas neoliberales naufragaron en la roca de la crisis de 2000-2001 y de 2007-2008, desatando la ira de trabajadores, consumidores y votantes y allanando el camino para los movimientos populistas (nótese que Rhodes parece asociar automáticamente las fuerzas de derechas con el fenómeno populista). Es para hacer frente a la ira popular que nació el capitalismo woke («una póliza de seguros contra los trabajadores, los consumidores y los votantes exasperados», escribe Rhodes). Apropiándose de los temas y eslóganes de la izquierda, el gran capital intenta construir credenciales éticas para desviar la atención del robo de los bienes públicos, al que no tiene intención de renunciar (no es casualidad que la lucha contra la desigualdad de ingresos y la evasión fiscal nunca se menciona entre las causas que defiende).
El populismo corporativo es la otra cara del populismo de derechas: mientras que este último defiende las razones del capitalismo salvaje, el «progresismo» del primero es aún más insidioso en el sentido que reivindica su propia capacidad para resolver los problemas que los gobiernos no pueden y ya no quieren resolver. La idea es que cuanto más capaces se muestren las empresas al asumir sus «responsabilidades sociales», menor será la necesidad que los políticos se inmiscuyan en la economía.
Según Rhodes, las grandes empresas constituyen una nueva élite cuyo poder sobre la sociedad aspira a sustituir al de los gobiernos democráticos. Si este objetivo se hiciera realidad, el sueño de los barones ladrones habría triunfado en nuestra época: el poder político ya no sería una cuestión de enfrentamiento público entre opiniones encontradas, sino de debate sólo entre quienes detentan el poder económico; el equilibrio de poder se desplazaría así irreversiblemente de la esfera de la política a la esfera de la economía. Llegados a este punto, intentaré explicar por qué creo que los argumentos de Rhodes y la cultura política de la izquierda políticamente correcta de la que este autor es expresión no tienen ninguna posibilidad de contrarrestar los fenómenos que su libro analiza y denuncia.
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Empiezo con una observación: el régimen plutocrático que Rhodes presenta como un riesgo que hay que evitar es un hecho desde hace mucho tiempo. Baste considerar que buena parte de los senadores y diputados que se sientan en las dos ramas del parlamento estadounidense pertenecen a la minoría de los superricos. Esto no sólo se debe a los prohibitivos costes de las campañas electorales que hacen posible que sólo unos pocos privilegiados puedan «comprar» un escaño (ya sea con sus propios recursos personales o con los que les ofrecen los lobbies financieros que los patrocinan), pero es también, y sobre todo, el resultado de un proceso progresivo de integración entre las élites económicas, políticas, académicas y mediáticas, bien simbolizado por el mecanismo de «puerta giratoria» por el que las mismas personas asumen sucesivamente los más altos cargos de dirección en las empresas privadas, las instituciones públicas, los partidos y el mundo de la cultura (universidades, periódicos, TV, etc.).
Este sistema «amañado» (como lo ha definido el exponente del ala socialista del Partido Demócrata Bernie Sanders) ya no tiene nada que ver con las reglas de la democracia, sino que es expresión de un régimen que autores como Colin Crouch han definido como post democrático (véase Colin Crouch, Postdemocracia, Laterza, Roma-Bari 2013).
Si este es el caso, está claro que ningún retorno a las políticas socialdemócratas parece posible sin convulsiones económicas, políticas y culturales radicales, es decir, sin que se produzca una verdadera revolución. Los fracasos de los proyectos neo-socialistas de Sanders en Estados Unidos y de Corbyn en el Reino Unido demuestran que estas nuevas izquierdas no están a la altura de las circunstancias, no sólo porque están condicionadas por los aparatos de las izquierdas tradicionales ahora convertidas al credo neoliberal (con el que los líderes mencionados no tuvieron el valor de cortar lazos), sino también porque su intento de soldar los movimientos feministas, antirracistas, LGBTQI+, ecologistas, etc., con los movimientos obreros ha fracasado… Y para entender las razones de este fracaso, tenemos que preguntarnos por qué las clases trabajadoras prefieren abrumadoramente votar a los populistas de derechas (todas las investigaciones sobre los flujos electorales confirman que en todo Occidente son los miembros de las clases medias-altas que viven en los centros aburguesados de las metrópolis los que votan a la izquierda, mientras que las masas que viven en los suburbios votan en masa a la derecha).
Uno de los pocos intentos serios de responder a la pregunta es el de la pareja de sociólogos franceses Boltanski-Chiapello (véase L. Boltanski, E. Chiapello, El nuevo espíritu del capitalismo, Mimesis, Milano-Udine 2014) quienes, analizando la escisión entre «crítica artística» y «crítica social» que se produjo a finales de los años setenta (la primera centrada en las reivindicaciones de los derechos de minorías específicas, compatibles de facto con el sistema capitalista y cada vez menos atenta a los de las clases trabajadoras), han descrito bien el nuevo espíritu del capitalismo (que no es otro que el capitalismo despertado del que habla Rodas).
El mérito de estos autores es haber captado la clase raíces del fenómeno: a medida que las clases medias reflexivas que habían protagonizado las luchas antiautoritarias de finales de los sesenta y principios de los setenta pasaron a formar parte de una renovada casta directiva (en las empresas, los medios de comunicación y las instituciones), configuraron una nueva cultura directiva «progresista», pero sustancialmente compatible con las reglas del sistema. En otras palabras: no es que el capitalismo despierto manipulara a las nuevas izquierdas o que, por el contrario -según la narrativa conservadora- se dejara manipular por ellas, se trata más bien de la formación espontánea de un bloque sociocultural que encarna la ilimitada capacidad de adaptación del capitalismo a las cambiantes condiciones históricas en las que gradualmente se encuentra operando.
Rhodes es completamente incapaz de captar esta realidad porque está anclado en una visión ingenua de una democracia que nunca ha existido realmente, salvo como fachada política de un sistema socioeconómico fundado en la explotación capitalista y la opresión de la fuerza de trabajo. Para él, el conflicto social no es una lucha de clases, sino un enfrentamiento entre opiniones. Así, leemos, entre otras cosas, que «la ética puede cuestionar el sistema sobre el que se asienta el capitalismo»; pero que no se trata de condenar la actividad empresarial per se porque «las empresas tienen el potencial de sostener la democracia»; y que «la política democrática se basa en la convicción que las personas (¡es decir, los individuos, no los pueblos!) tienen derecho a autogobernarse»; que «los consumidores tienen el poder de la demanda (!!?)»; y que, citando a Greta Thunberg, «es la opinión pública la que gobierna el mundo libre (!!?); por último, que no hay nada malo en que los activistas LGBTQI+ recurran a las empresas para recabar apoyos, ya que se trata de «una acción democrática de los ciudadanos que utilizan la influencia de las empresas».
Rhodes se autoproclama portador de una cultura anticapitalista, pero su anticapitalismo se reduce a luchar contra la evasión fiscal de las empresas y las minorías de superricos. Es decir, parece convencido que una vez recuperados esos recursos y puestos al servicio del bien público, será posible restaurar el paraíso socialdemócrata (suponiendo que alguna vez existiera realmente). El problema es que incluso este programa de mínimos parece inviable en el contexto de un capitalismo como el estadounidense que domina hoy todo Occidente (y en particular sus ramificaciones anglófonas como esa Australia de la que Rhodes es ciudadano) y que lucha con uñas y dientes contra todas las naciones emergentes que amenazan su hegemonía.
Los nuevos izquierdistas creen que basta con ganar batallas por el reconocimiento de los derechos de las minorías que representan para socavar los cimientos del sistema, pero el capitalismo de vigilia disipa radicalmente tales ilusiones: es cierto que el capitalismo ha sabido explotar progresivamente los conflictos raciales, de género, étnicos y religiosos para dividir a los trabajadores y reforzar su hegemonía, pero también es cierto que es capaz de sobrevivir reconociendo los derechos de los negros, las mujeres y las diversas minorías cooptando a algunos de ellos en la élite.
¿Un ejemplo? Las estrellas del espectáculo y del deporte que junto con «luchar» por los objetivos queridos por Rhodes disfrutan de salarios escandalosamente altos recibiendo una parte de los excedentes del capital. Las reivindicaciones de igualdad de género, de raza y de cualquier otra índole son todas viables en el marco del sistema existente, siempre y cuando no pongan en cuestión la única reivindicación realmente incompatible, a saber, la distribución igualitaria de la plusvalía producida por los trabajadores.
En realidad, no es que Rhodes no fije este objetivo, sino que lo pone en la lista a la par de los demás, es decir, poniéndolo al mismo nivel que las diversas reivindicaciones de la izquierda políticamente correcta. Mientras no se le dé el lugar de honor, es decir, mientras no se le reconozca como conditio sine qua non para la realización de todos los demás, los trabajadores seguirán dejándose seducir por la demagogia de los populistas de derechas y seguirán alejándose de la cháchara políticamente correcta que perciben como objetivamente divisoria. De hecho, mientras Rhodes se indigna por las acusaciones de autoritarismo que los conservadores dirigen a los ayatolás de lo políticamente correcto, el ensayista guarda silencio sobre las prácticas de ciertos movimientos (desde la caza de brujas desatada por el movimiento MeToo, hasta la cultura de la cancelación que pretende reescribir la historia «corrigiendo» las obras maestras del pasado acusadas de sexismo y racismo, son, en efecto, autoritarias, intolerantes y llenas de desprecio hacia las clases bajas que realizan manifestaciones de intolerancia condenadas incluso por los más sagaces exponentes del movimiento feminista como Nancy Fraser. (véase al respecto J. Friedman, Politically Correct. El conformismo cultural como régimen, Mimesis, Milán-Udine 2018).
Quisiera concluir con una última nota crítica. En la obra que estoy comentando, he encontrado muy poca mención a la opresión y explotación de otras naciones por parte del Occidente capitalista. Hay que añadir que, partiendo evidentemente de la convicción de que Occidente tiene derecho al monopolio de la única forma verdadera de democracia.
Rhodes no condena la arrogancia criminal con la que nos atribuimos el derecho a «exportar la democracia» -incluso con violencia- al resto del mundo, como si esta pretensión fuera un aspecto marginal de la desigualdad. Véase a este respecto el capítulo en el que ensalza la lucha «democrática» de los ciudadanos de Hong Kong contra el régimen «totalitario» de Pekín, sin mencionar 1) el hecho de que Hong Kong es una antigua colonia del imperialismo británico recientemente devuelta a la soberanía china; 2) que al explotar el régimen transitorio de este enclave, a la espera de su plena integración en la madre patria, se está utilizando como refugio para los autores de delitos (especialmente económicos) cometidos en China, así como paraíso fiscal para los capitales sustraídos al control de la China Popular; 3) que sirve de base logística para los servicios occidentales que alimentan, organizan y financian los movimientos antichinos que persiguen los mismos objetivos de «cambio de régimen» que persiguen en todos los demás países opuestos a la hegemonía angloamericana.