Roberto Follari
Los gobiernos nacional/populares latinoamericanos (que aún perduran en Bolivia, Ecuador y Venezuela) han logrado fuerte redistribución de riquezas y ensanchamiento en el ejercicio de derechos para amplios sectores sociales, pero no han roto con el capitalismo. Hacer esto último no es posible en condiciones en que no ha existido una ruptura revolucionaria: lo logrado por estos gobiernos es mucho, si se asume la existencia de esta limitación básica para cualquier transformación efectiva.
Una visión desde la izquierda ha llevado a muchos militantes y diversas agrupaciones a apoyar a esos gobiernos; pero también no faltan quienes creen que tales regímenes son gobiernos del capital, dado que no han terminado con el mismo, sino que solo han redistribuido socialmente sus recursos (lo que han hecho de manera, por cierto, tan concreta como inevitablemente parcial).
Quienes confunden de tal modo a gobiernos populares con gobiernos del capital, no saben qué son los gobiernos del capital: esos son gobiernos de derecha neta, gobiernos abiertamente superpuestos con el poder económico dominante.
Al margen de retóricas hipócritas como el “hambre cero” que Macri dice pretender (???), gobiernos como el de Brasil y Argentina actuales, posteriores a los populares, implican el retorno del capital al Gobierno. Y lo implican de manera rotunda, abierta, casi absoluta.
En Argentina está lleno de funcionarios que son exgerentes de las grandes empresas: varios de ellos lo fueron hasta días antes de iniciar el Gobierno, y queda la sospecha de los vínculos informales que podrían seguir guardando. El caso del ministro Aranguren tomó fuerte estado público, pues ha sido accionista de la Shell por 9 meses y tomado decisiones que afectan favorablemente a esa empresa, siendo a la vez ministro de Energía. Ahora dice haber vendido sus acciones en Shell (las que operaban fuera de Argentina), si bien no se han mostrado los papeles y constancias correspondientes.
Ahora sí gobierna a pleno el capital, sin intermediarios ni representantes externos. “País atendido por sus dueños”, se ha ironizado. Y ello se ha patentizado en el Foro de Inversores realizado en Argentina en estos días, una pretensión de hacer una reunión “mini Davos” que reuniera a los grandes empresarios de todo el planeta. Allí, se les ha pedido a los gobernantes argentinos que “flexibilicen el trabajo”, es decir, recorten derechos laborales de los trabajadores, chantajeando con que eso traerá las deseadas inversiones (deseadas por los actuales gobernantes). Y ello condice plenamente con el discurso oficial: Macri a menudo ha apostrofado a la justicia laboral, acusándola de favorecer “a un solo lado”, es decir, a los trabajadores; según él, en desmedro de los empresarios, presentados estos últimos como si fueran el lado débil de la relación.
Eso es un Gobierno del capital: un Gobierno de capitalistas pleno, hecho y derecho. Ese que tiene todavía presa sin juicio ni condena a la militante social Milagro Sala, cerrando el círculo propio del poder concentrado que se disimula tras la institucionalidad democrática. (O)
Una visión desde la izquierda ha llevado a muchos militantes y diversas agrupaciones a apoyar a esos gobiernos; pero también no faltan quienes creen que tales regímenes son gobiernos del capital, dado que no han terminado con el mismo, sino que solo han redistribuido socialmente sus recursos (lo que han hecho de manera, por cierto, tan concreta como inevitablemente parcial).
Quienes confunden de tal modo a gobiernos populares con gobiernos del capital, no saben qué son los gobiernos del capital: esos son gobiernos de derecha neta, gobiernos abiertamente superpuestos con el poder económico dominante.
Al margen de retóricas hipócritas como el “hambre cero” que Macri dice pretender (???), gobiernos como el de Brasil y Argentina actuales, posteriores a los populares, implican el retorno del capital al Gobierno. Y lo implican de manera rotunda, abierta, casi absoluta.
En Argentina está lleno de funcionarios que son exgerentes de las grandes empresas: varios de ellos lo fueron hasta días antes de iniciar el Gobierno, y queda la sospecha de los vínculos informales que podrían seguir guardando. El caso del ministro Aranguren tomó fuerte estado público, pues ha sido accionista de la Shell por 9 meses y tomado decisiones que afectan favorablemente a esa empresa, siendo a la vez ministro de Energía. Ahora dice haber vendido sus acciones en Shell (las que operaban fuera de Argentina), si bien no se han mostrado los papeles y constancias correspondientes.
Ahora sí gobierna a pleno el capital, sin intermediarios ni representantes externos. “País atendido por sus dueños”, se ha ironizado. Y ello se ha patentizado en el Foro de Inversores realizado en Argentina en estos días, una pretensión de hacer una reunión “mini Davos” que reuniera a los grandes empresarios de todo el planeta. Allí, se les ha pedido a los gobernantes argentinos que “flexibilicen el trabajo”, es decir, recorten derechos laborales de los trabajadores, chantajeando con que eso traerá las deseadas inversiones (deseadas por los actuales gobernantes). Y ello condice plenamente con el discurso oficial: Macri a menudo ha apostrofado a la justicia laboral, acusándola de favorecer “a un solo lado”, es decir, a los trabajadores; según él, en desmedro de los empresarios, presentados estos últimos como si fueran el lado débil de la relación.
Eso es un Gobierno del capital: un Gobierno de capitalistas pleno, hecho y derecho. Ese que tiene todavía presa sin juicio ni condena a la militante social Milagro Sala, cerrando el círculo propio del poder concentrado que se disimula tras la institucionalidad democrática. (O)